Wednesday, December 23, 2009

Identidades, desigualdades, globalización

En los años sesenta y setenta disponíamos en las ciencias sociales de grandes teorías, de paradigmas extremadamente generales que nos permitían, al menos eso creíamos, comprender el mundo e incluso —para aquellos de entre nosotros, muy numerosos por cierto, que nos referíamos a Marx—, de pretender cambiarlo.

Posteriormente este conjunto de teorías y de paradigmas estalló en pedazos favoreciendo la aparición de una infinidad de aproximaciones, acompañadas de una gran desconfianza a cualquier pretensión general de explicar lo social. Algunos creyeron posible reducir la vida social a cálculos, a favor de un homo sociologicus que no era muy diferente del homo economicus de la teoría económica neoclásica. Otros propusieron centrarse únicamente en el estudio de las interacciones, a veces muy limitadas, y se desinteresaron de las dimensiones políticas o históricas de la acción, con la idea subyacente de que la sociedad no es más que la suma de las innumerables interacciones que entran en juego entre individuos. Otros más se orientaron rígidamente hacia un enfoque hipercrítico, que era una especie de perversión del pensamiento estructuralista y a veces también marxista de los años sesenta y setenta. Se podría prolongar la lista, pero en lo que yo quiero insistir de manera especial es en el hecho fundamental de que esta descomposición del funcionalismo, del marxismo, del estructuralismo nos obliga a renovar nuestras categorías de análisis.

Esta situación nos ha orillado, para hablar como Touraine, a pensar con la ayuda de un nuevo paradigma, y ha ocurrido no solamente porque el movimiento de las ideas ha cambiado, sino porque se ha producido en ellas mismas una evolución en cierta manera autónoma y sobre todo porque el mundo se ha transformado. Los grandes problemas actuales no son los mismos, se están planteando nuevos retos al tiempo que se renuevan problemas y desafíos a veces muy antiguos.

Entre los cambios que han ocurrido, quisiera evocar cuatro particularmente importantes. El primero, es la emergencia de identidades particulares diferentes a las identidades nacionales, que demandan reconocimiento en nombre de una religión, de ciertas tradiciones, de una cultura o de una memoria colectiva. Llamaría a estas identidades, identidades “culturales”, incluso si puede parecer peligroso meter a la religión en el seno de la cultura, lo que es un tema de reflexión que justificaría en sí mismo una conferencia. La religión propone una fe, esa fe reposa en convicciones, la cultura es un conjunto de prácticas y de valores. Pero en la vida concreta todo se mezcla, la pertenencia a una religión va junto a maneras de vestirse, de alimentarse, de hacer funcionar las relaciones de género, aspectos que en sí mismos son modalidades culturales. El segundo cambio es el de la aceleración de la globalización. El tercero es el del auge del individualismo, en sus dos dimensiones, la de demandas de participación individual a la modernidad, de acceso al consumo, al dinero, a la salud; y la de búsqueda de las condiciones que permitan controlar la experiencia personal, hacer elecciones y tomar decisiones. Y el cuarto cambio es el de la desaparición o el debilitamiento de los dos conflictos que estructuraban nuestra vida colectiva, uno a escala planetaria: el fin de la guerra fría, y el otro en el interior de nuestras sociedades: el declive histórico del movimiento obrero y de su oposición central y conflictiva con los amos del trabajo. Se podrían agregar muchos otros puntos importantes, como son el papel de las nuevas tecnologías de comunicación, y el de las redes tan bien analizadas por Manuel Castells, o el conjunto de las víctimas en el espacio público, representada por toda clase de grupos que exigen ser reconocidos a partir de sus heridas históricas.

Todos estos cambios son considerables, y con frecuencia tenemos la impresión de sufrirlos tanto más cuanto que se carece de enfoques y categorías para darles un sentido. Las grandes teorías, los paradigmas de los años sesenta y setenta no pueden aportarnos los referentes adecuados, y a veces tenemos, incluso, que buscar las palabras para tratar convenientemente estos nuevos fenómenos. En Francia, por ejemplo, hablamos de “jóvenes resultado de la inmigración” cuando sus padres están en nuestro país desde hace tres y hasta cuatro generaciones; hablamos de “franceses de origen”, incluso de individuos cuyos padres, o alguno de sus padres, llegaron como migrantes hace cuarenta o cincuenta años. Estamos, pues, ante el desafío de ubicar toda clase de fenómenos nuevos adaptando o inventando nuestros instrumentos de análisis, e intentando tener una comprensión general de estos fenómenos, una visión de conjunto y no solamente la imagen de una yuxtaposición de problemas sin unidad. Empezaré por el final.

EL DECLIVE DE LOS GRANDES CONFLICTOS DEL PASADO RECIENTE

La desaparición (guerra fría) o el declive histórico (lucha de clases) de esos grandes conflictos me parece suficientemente obvio como para proceder a reflexionar directamente sobre sus principales consecuencias. Por una parte, el fin de la guerra fría es el fin de un periodo en el que tanto las relaciones internacionales —incluso las más decisivas, como por ejemplo entre Estados Unidos y la Unión Soviética directamente— como las tensiones o las confrontaciones más limitadas y locales, tomaban su sentido de ese principio general de oposición. Por lo tanto, ciertos conflictos localizados no podían convertirse en fuente de confrontaciones mortales sin correr el riesgo de desencadenar una escalada militar y una confrontación entre los dos grandes bloques, entonces esos conflictos estaban como congelados. La violencia no era, necesariamente, menos asesina en la época de la guerra fría, pero no tenía la tonalidad que adquirió posteriormente, la de terrorismo “global” del tipo de Al Qaeda o de crisis a la vez militares y humanitarias en las que las fuerzas armadas, con frecuencia bi o multinacionales intervienen al mismo tiempo que numerosas ONG.

El fin del conflicto de clases en las sociedades industriales ha tenido también muchas consecuencias. Sectores enteros de la población se encontraron de pronto en condiciones sociales totalmente inéditas. Cuando una persona era un obrero estaba involucrado en las relaciones de producción, se podía considerar explotado, pero estaba incluido en las relaciones sociales, se encontraba en la sociedad incluso a través del trabajo. Cuando esta persona era un inmigrante se le definía por su inserción en la sociedad, puesto que estaba en el país que lo había acogido para trabajar en él. El fin del conflicto de clases significa el fin de una época en la que la cuestión social la planteaban actores que podían ser pobres y dominados, que sufrían terribles injusticias, enormes desigualdades, pero que no por eso eran menos parte de la sociedad. Actualmente la cuestión social es la de la exclusión; ahora se está fuera de la sociedad, definida ya no por la explotación o la dominación sino por la exterioridad. Esa situación no permite el conflicto, el cual supone la existencia de una relación, y lo que hace es favorecer la fragmentación social, las lógicas de repliegue en un territorio, y también las del encerramiento en una cultura y en una identidad particular. Y las desigualdades sociales crecen vertiginosamente, porque los que están excluidos no tienen la misma capacidad de hacer oír su voz como los que estaban incluidos e involucrados en relaciones en las que disponían de un principio positivo que podían hacer valer su aporte y su contribución al funcionamiento de la empresa. Esta nueva situación es vivida de una manera sumamente dolorosa, porque el que queda excluido o está amenazado de serlo es desechable y por lo tanto, particularmente vulnerable. Los que tienen un trabajo se vuelven, a su vez, sumamente frágiles por el hecho de que corren el riesgo en todo momento de convertirse en excluidos y rechazados. El trabajo ilegal y clandestino, o en condiciones muy duras, como es el caso de las maquiladoras, se hace en condiciones de explotación tales que no permiten la conflictividad, porque el espectro de la exclusión ronda permanentemente. Las peores desigualdades hoy en día, diferencian no sólo a los de arriba con los de abajo, sino a los de adentro, protegidos, frente a los de afuera, rechazados.

EL IMPULSO DEL INDIVIDUALISMO

El impulso del individualismo se puede observar desde dos ángulos, el de la participación/consumo a la vida moderna, y el de la subjetividad/producción de sí mismo. Por lo tanto, este fenómeno impacta en dos direcciones. Por el lado del deseo de participar, se convierte en un estímulo al egoísmo, al hedonismo, pero también al rechazo a proyectarse en el tiempo, se trate del pasado o del futuro. El presente y el instante inmediatos son valorados mucho más que la preparación para el futuro. Este individualismo puede diluir considerablemente las solidaridades, el sentimiento de pertenencia a colectividades, la capacidad de sentirse responsable de los propios actos y ante el conjunto social más amplio en el que se vive. Sin embargo, esta tendencia no es ineluctable y, sobre todo, puede estar ampliamente contrabalanceada por el impulso de las subjetividades personales. Efectivamente estas subjetividades hacen de cada uno un sujeto preocupado de producirse a sí mismo, de construir su existencia, de ser respetado como persona singular, lo cual tiene una contrapartida automática: yo solamente puedo ser sujeto si yo le reconozco a todo ser humano el mismo derecho y la misma posibilidad. Por lo tanto, la subjetividad individual puede muy bien estar asociada a un fuerte sentimiento de solidaridad colectiva, de responsabilidad social. Puede también, y aquí desembocamos en una paradoja aparente, alimentar una acción colectiva.

En un instante hablaré acerca de las identidades colectivas, pero quiero hacer notar inmediatamente un punto importante. Actualmente y ocurre cada vez más, aquellos que se reclaman a una determinada identidad cultural, religiosa, etcétera, lo están haciendo a partir de una decisión personal, de un compromiso más o menos pensado, fruto de una reflexión; en el pasado, en cambio, las identidades eran principalmente frutos lógicos de la reproducción. Hoy existe una auténtica tendencia a elegir su o sus identidades, su o sus grupos de pertenencia. El joven musulmán de las ciudades occidentales, por ejemplo, no dice: “soy musulmán porque mis padres o mis abuelos eran musulmanes”, dice: “es mi decisión”. Esto tiene una influencia considerable en la acción colectiva, ya que si el compromiso es una elección, la deserción también puede serlo. Por esa razón las organizaciones que estructuran las identidades se ven obligadas, con más fuerza que antes, a preguntarse cómo hacer para estabilizar a su público, cómo marcar la diferencia entre el adentro y el afuera para evitar las deserciones.

Ante esta dinámica es fundamental distinguir, pero no para oponer, dos grandes tendencias: la del impulso del individualismo y la del impulso de las identidades colectivas. Es necesario distinguirlas pero sobre todo para pensar en su complementariedad. Esta es la manera de evitar reducir artificialmente las afirmaciones identitarias a lógicas de simple reproducción, porque estas afirmaciones surgen ante todo de lógicas de producción y de invención incluso cuando se trata de aquellas que se presentan bajo el ángulo de la tradición, como lo muestra la célebre obra dirigida por Eric Hobsbawm sobre La invención de la tradición.

LA ACELERACIÓN DE LA GLOBALIZACIÓN

La globalización es un fenómeno que puede relacionarse con dos tipos de definiciones. Por una parte se designa con ese término a la economía neoliberal, la dominación o extensión de un capitalismo más financiero y comercial que industrial, que actúa a escala planetaria sin tomar en cuenta las fronteras y los Estados. Por otra parte, el término remite más bien a la idea del ingreso a una nueva era en la que toda clase de fenómenos y no solamente los económicos deben de ser pensados de manera “global”. Esta segunda familia de aproximaciones significa que tenemos que terminar con los modos de análisis heredados de la época que los politólogos llaman la época “westfaliana”, del nombre del Tratado de Westfalia (1648) que organizaba a Europa alrededor de sus Estados-nación. Es “global” un fenómeno que comporta elementos trans o supranacionales, e incluso planetarios, y que comporta también dimensiones relacionadas a lógicas internas de tal o cual Estado-nación. La “globalización”, en este sentido, significa la conjugación de lógicas internas y externas, lo que es completamente diferente a lo que se plantea en el espacio “westfaliano”, en el que el análisis de los grandes problemas sociales y políticos privilegia por una parte las lógicas internas en el marco del Estado-nación y, por otra, las relaciones que pueden estar en juego entre los Estados-nación, es decir, las relaciones llamadas “internacionales”.

Estos dos tipos de enfoques no son contradictorios. El primero desemboca en una interrogante esencial: ¿hay que hablar de globalización económica, es decir, de un capitalismo sin fronteras y en consecuencia sin Estado, o hay que hablar de un imperialismo norteamericano, dado que la dominación económica se hace en realidad a partir de Estados Unidos y en su provecho? Precisamente el caso mexicano está en el centro de esa interrogación. México, ¿está en una economía mundial, global, o está sobre todo en una economía subordinada a los intereses de Estados Unidos? El segundo tipo de aproximación desemboca también en interesantes debates: ¿hay que ver en la globalización la fuente de un declive de los Estados y de las naciones en beneficio de lógicas que los transcenderían permanentemente?, ¿hay que ver la emergencia de un espacio supranacional que no tendría ni reglas ni leyes, por lo tanto sin capacidad de regulación? Me parece que lo que se necesita es hablar en términos de cambios de funcionamiento de los Estados y de las naciones, los cuales se están adaptando a la nueva situación y están participando en ella. Hay que reconocer que, desde hace algunos años, se están reforzando un conjunto de regulaciones y de interacciones entre actores que están estructurando, no solamente el espacio supranacional, sino que están también asegurando la articulación de lógicas internas y externas. En el ámbito militar, por ejemplo, la guerra se convierte cada vez más en un asunto de fuerzas multilaterales que intervienen conjugando la presencia armada, es decir el recurso a la fuerza, y la acción humanitaria de emergencia. En el ámbito judicial existen tribunales internacionales, pero también es posible que a partir de un Estado-nación se pueda llevar a cabo una acción verdaderamente global. Pienso, por ejemplo, en la forma como Pinochet pudo ser arrestado partir de decisiones provenientes de España (el Juez Baltasar Garzón) y del Reino Unido. De la misma manera los actores altermundistas actúan a la vez localmente y dándole a su acción un sentido planetario.

El primer enfoque sobre la globalización tiene necesariamente que ver con la cuestión de las identidades culturales al menos por dos razones. Por una parte, la cuestión identitaria puede dar luz sobre las dimensiones culturales de la actividad económica y sobre el hecho de que los productos a la venta están cada vez más cargados de significaciones culturales, ya sea las “marcas”, la música, la moda, la comunicación. En este caso, es cierto que la globalización contribuye a la homogeneización cultural del mundo, a su macdonalisation, un término que en realidad fue acuñado para dar cuenta no tanto de un modo de consumo como de un método de organización del trabajo. Por otra parte, la globalización así entendida suscita reacciones defensivas que a veces se apoyan en la expresión de una identidad particular, especialmente nacional, y se favorecen entonces lógicas cerradas en las que las identidades culturales, en nombre de las amenazas que pesan sobre ellas, exigen el aislamiento del país y el rechazo de la cultura cosmopolita e internacional, invocando sus tradiciones.

El segundo enfoque de la globalización permite abordar otras dimensiones de la cuestión de las identidades culturales. Obliga a examinar cómo los flujos incesantes de hombres y de bienes a través de la vida económica y de toda clase de fenómenos migratorios, así como a causa de las formidables herramientas de comunicación de las que disponemos, modifican las identidades, imponiendo marcos de análisis diferentes al de los Estados-nacionales. De este modo, es posible distinguir ya no un modelo único o principal para analizar la migración. Este modelo la concebía como el movimiento poblacional de un país expulsor hacia un país receptor en el que los migrantes se insertaban en una especie de melting pot para disolverse en él y perder su identidad. La aproximación “global” permite una pluralidad de posibles marcos de referencia. Cito algunos: a) el modelo clásico: migrantes que dejan su país para disolverse, o casi, en la sociedad receptora en el término de algunas generaciones; b) el tránsito: migrantes que llegan a un país únicamente para atravesarlo y dirigirse hacia otro destino; c) la noria: migrantes que dejan su país por una duración limitada, uno o dos años por ejemplo, y regresan para ser remplazados inmediatamente por otros migrantes que hacen el mismo circuito; d) las “hormigas” como diría Alain Tarrius: migrantes y sus descendientes que circulan incesantemente entre varios países asegurando su subsistencia con la ayuda de una economía más o menos paralela; e) los fronterizos: personas que se definen más bien por su pertenencia a una región fronteriza, en cuyo interior circulan, a veces de manera cotidiana, y no por su pertenencia a un territorio nacional; f ) las diásporas: personas y grupos que definen su pertenencia grupal a una diáspora, por lo tanto a una identidad supranacional, lo que no les impide en caso necesario, el experimentar una fuerte identificación con un Estado y su nación. La globalización favorece una u otra de esas lógicas, cuya lista podría completarse, como si el modelo clásico —que en gran parte era un mito construido por las ciencias sociales— estallara en una pluralidad de posibilidades. Esta dinámica favorece la fragmentación cultural puesto que cada una de estas fórmulas puede estar asociada a unas identidades más que a otras.

EL EMPUJE DE LAS IDENTIDADES CULTURALES

La emergencia de las identidades culturales comenzó, en muchas sociedades, en los años sesenta, con el Ethnical Revival del que habla Anthony Smith. En Estados Unidos, por ejemplo, descubrieron que los indios no eran reductibles a las imágenes que de ellos hacían las películas del Oeste o las caricaturas, que los representaban como bárbaros malhechores y peligrosos; o que los negros —como da testimonio el gran éxito del libro de Haley— tenían raíces (roots) y, por lo tanto, una historia y una cultura. En toda América se descubrieron las culturas y las historias indígenas, así como en Australia se empezaron a interesar en los aborígenes. En varios países de Europa reaparecieron identidades regionales, occitanos, bretones, corsos en Francia, por ejemplo. Al mismo tiempo, movimientos feministas u homosexuales se fueron construyendo a partir de demandas de reconocimiento; y diferentes grupos que podían constituirse en víctimas empezaron a manifestarse; al principio, el más significativo fue el de los judíos de Norteamérica y Europa.

Las características y las afirmaciones que tenían en su inicio estos actores han evolucionado mucho. Se definían ante todo en el marco del Estado-nación, al que se le pedía que rindiera cuentas y al que se le exigía reconocimiento. Eran movimientos que no tenían una gran carga social porque no planteaban como prioridad, sino sólo secundariamente, reivindicaciones de tipo económico —hay que recordar que se estaba en el periodo precedente al gran viraje de mitad de los años setenta. Estos grupos de ninguna manera ponían en tela de juicio la autonomía de las personas singulares que los constituían, y sólo secundariamente presentaban dimensiones religiosas. Posteriormente llegaron los años ochenta y noventa. Esas identidades continuaron cada una con su trayectoria y aparecieron otras. Se observaron entonces cambios importantes. Por una parte la religión se convierte en un elemento central de este impulso identitario, ya sea del Islam o de diversas variantes del protestantismo. Una consecuencia de esta evolución es que se manifiestan cada vez más inquietudes, a veces fundadas, aunque no siempre, sobre el papel del sujeto personal en estas identidades, a las que con frecuencia se les acusa de negar a la persona singular, al individuo, empezando por la mujer, para garantizar la ley del grupo. La crítica del comunitarismo se exacerba sobre todo frente al auge de identidades religiosas. Por otra parte, lo cultural y lo social están más vinculados en estas identidades de lo que estaban en el pasado. Las demandas de reconocimiento cultural se articularon a la lucha contra las desigualdades y la injusticia social. Este panorama muestra que va siendo cada vez más claro que ya no es posible pensar estos fenómenos exclusivamente en el marco westfaliano del Estado-nación. Las identidades culturales están involucradas en la globalización. Por ejemplo, ¿quién podría reflexionar actualmente sobre las identidades mexicano- americanas sin tomar en cuenta el espacio que forman Norteamérica y Centroamérica en su totalidad?

Pero no solamente las identidades se convierten en “globales”, sino también sus variantes pervertidas, que se esencializan al punto de convertirse en odio, violencia y racismo. Por ejemplo, el terrorismo que en el pasado era de extrema-izquierda, de extrema-derecha o nacionalista, se ha convertido en “global” con Al Qaeda que es trasnacional, religioso, al ser islámico, y a la vez estar anclado en ámbitos locales: marroquí, turco, indonesio, español, inglés.

Repentinamente nuestros debates se transformaron en modo considerable. En particular el tema del multiculturalismo, que se presentaba con frecuencia como la respuesta institucional frente a la multiplicación de las demandas de reconocimiento, y que de pronto apareció como una respuesta defendible pero singularmente limitada. No es útil, por ejemplo, frente a reivindicaciones de independencia, es decir del abandono de una entidad nacional. Es inadecuado ante los actores que circulan en espacios que desbordan el ámbito nacional. No es capaz, en sí mismo, de hacerse cargo de las dimensiones sociales, que como acabo de señalar, impregnan de manera cada vez más evidente las reivindicaciones identitarias. Corre el riesgo de fijar las identidades o de empujarlas en la espiral del repliegue de los grupos sobre sí mismos, y por lo tanto hacia el comunitarismo, con todo lo que ese fenómeno implica: la negación de los individuos como tales, los riesgos de violencia vis-a-vis del exterior, el rechazo de valores universales en beneficio de la ley única del grupo. En estas condiciones, muchas democracias parecen frágiles, tentadas a replegarse en si mismas, o por los demonios del populismo, flagelo que se despliega actualmente en toda América Latina.

Para terminar, se puede decir que los análisis que se han esbozado aportan claridad a la comprensión de la crisis o al déficit de lo político que se observa en varios países. Esto es particularmente válido si se retoma lo que se ha dicho del concepto de sujeto, por una parte y sobre la globalización por la otra. El primero, en efecto, nos invita a considerar la crisis de lo política en función de lógicas que provienen de abajo, del interior de nuestras sociedades, y el segundo en función de lógicas que vienen de fuera.

Los sistemas políticos clásicos no están habilitados para tratar demandas nuevas vinculadas a la subjetividad de personas singulares, es decir del sujeto. Están más habituados a responder a las expectativas de grandes grupos sociales, de clases sociales; saben ser, por ejemplo, socialdemócratas, o demócratas cristianos, o populistas para proponer soluciones a las demandas de los pobres, los dominados, los explotados, o para promover las concepciones de orden y de eficacia económica de los dominadores. Pero no saben qué hacer frente a las nuevas cuestiones que remiten a la religión, a las identidades culturales, a la vida privada de cada uno, a la procreación, a la adopción, a la eutanasia, o a la memoria de las víctimas y de sus descendientes de crímenes colectivos particularmente bárbaros: genocidios, masacres, trata de seres humanos, esclavitud por ejemplo. En ciertos casos, las subjetividades individuales se viven únicamente a escala personal, o se reelaboran para transformarse en demandas colectivas; en otros casos estas subjetividades se estructuran y son sostenidas por organizaciones, asociaciones o movimientos. En ambos procesos se trata de fuertes demandas de respeto, dignidad y reconocimiento. El político no sabe muy bien cómo tratar estas expectativas, que con frecuencia resquebrajan las clasificaciones clásicas empezando por la de derecha/ izquierda. Los partidos clásicos se sienten presionados por estas demandas, al punto de dejarse invadir por las emociones, el miedo, un sentimiento difuso de amenaza, y de estar sujetos a la presión de opiniones que funcionan a manera de escándalo o de reportajes frívolos de la prensa “people”.

Por otra parte, lo que los sistemas políticos clásicos tienen que tomar cada vez más en consideración son las lógicas “globales”, sea las que provienen de un espacio sin fronteras o de las que se inscriben en espacios regionales como Asia del Este, Europa, el Mercosur por ejemplo. Estas lógicas que vienen desde afuera, exigen a los actores políticos reflexionar de otra manera y no contentarse, como en el pasado, con tratar separadamente problemas internos relacionados con el marco del Estado-nación, y problemas externos que se refieren a las relaciones llamadas internacionales. En algunos casos, decisiones que son tomadas a una escala supranacional tienen que ser asumidas por los sistemas políticos: un acuerdo votado por las Naciones Unidas o la UNESCO, una nueva reglamentación decidida por la Unión Europea, por ejemplo. En otros casos, las consecuencias de una decisión tomada en el marco del Estado- nación en función, se pensaba, de un problema interno, tienen implicaciones geopolíticas considerables que los actores políticos no saben bien anticipar.

La globalización así como la presión de las subjetividades obligan a repensar lo político. Eso no quiere decir que estemos asistiendo al declive de lo político, ni que estas dos fuerzas sean las únicas en juego cuando se trata de comprender una situación de crisis o de bloqueo. Lo que significa, sobre todo, es que los sistemas políticos están llamados a transformarse para tomar en cuenta estos cambios, ya sea que se trate de articular los niveles locales, nacionales, regionales y supranacionales, ya sea que se trate de atender constantemente desde la acción política el gran espectro de cambios considerables que van desde la realidad más íntima, de lo más subjetivo, lo más personal, hasta lo más general, lo más amplio, lo planetario. ■


por Michel Wieviorka