Tuesday, September 8, 2009

Los libros, la magia y el destino

"El único acto íntimo entre dos extraños
que todavía es posible, es el de la lectura."
Paul Auster

Toda lectura es una suerte de metamorfosis. Abrimos un libro y podemos convertirnos en un náufrago, viajar por el tiempo o resolver un misterio. He ahí una de las maravillas de la literatura: nos da la posibilidad de ser lo que no somos, de vivir aventuras a las que sin ella nunca habríamos tenido acceso. Los libros se alimentan de nuestros anhelos. ¿Quién, al leer Rayuela, no ha deseado vivir el amoroso juego de azares que Oliveira y La Maga practican por las calles de París?, ¿quién no se ha identificado con los miedos o el coraje de ciertos personajes que, por un indescriptible fenómeno, se vuelven incluso seres familiares, cercanos a uno mismo? Deseos, cercanía y misterio se dan entonces la mano, cuando nos atrevemos a cruzar el umbral de ciertas páginas y de pronto, nos encontramos ya, irremediablemente entregados a su encanto.

Digo “encanto” porque se trata en verdad de una suerte de magia. Estamos tan acostumbrados al hecho cotidiano de ver palabras escritas en un papel con un significado descifrable, que pasamos por alto el increíble acto que se realiza a través de ellas. Vistas con franqueza se trata simplemente de signos negros sobre una superficie blanca. Lo natural sería que viéramos sólo eso: carboncillo sobre papel. Sin embargo, cuando leemos palabras ocurre que vemos imágenes y escuchamos voces. Se produce la magia: entramos a un mundo distinto al nuestro y somos testigos de historias desconocidas; observamos a un hombre luchar contra el mar o ir en búsqueda de su infancia; imaginamos los gestos fatigados de una mujer que no deja de tejer y entendemos el porqué de su tristeza, o nos emocionamos al saber que al fin la protagonista se ha enamorado, aunque haya caído en las redes de un patán. Sí, la literatura es un tipo de embrujo que con suerte nos mantiene hechizados, pero muchas veces lo olvidamos. No se equivoca Héctor Tizón cuando afirma que “si no las pensamos, las maravillas se cansan y se van”.

Pero no todos los libros son iguales. Existen páginas precisas con las que establecemos una relación peculiar, acaso única e irrepetible. No se trata sólo de afinidades. A veces, por una casualidad imprecisa pero preciosa, nos encontramos leyendo cierto libro que en un principio nos pudo parecer intrascendente o fútil, hasta que nos damos cuenta que no es así. Y es que a partir de cierta página percibimos que no narra una historia cualquiera, sino que narra nuestra propia historia. Entonces las magias múltiples de la literatura se potencian: no nos identificamos con el personaje principal sino que nos convertimos en él; entramos a un mundo ajeno que descubrimos extrañamente propio; entendemos en todo caso que nuestro destino depende de cómo en esas páginas se resuelvan nuestras encrucijadas, se ejerzan nuestros miedos o se oculten nuestros deseos, principales motores de la trama. Y al final, nos damos cuenta que ese libro era justo para nosotros, como si hubiera existido sólo para hacernos caer en cuenta de hacia dónde se dirigen nuestros pasos y lo que necesitamos hacer en ese preciso momento de nuestra existencia. Nos encontramos entonces frente a lecturas íntimas, libros que seguramente a muchos no les dirán lo mismo pues estaban escritos justo para nosotros en ese instante precario de nuestras vidas. No obstante, para quien los reconoce como suyos este tipo de textos se convierten en una especie de tesoro, un oráculo personal al cual siempre se podrá regresar en busca de respuestas.

En las siguientes líneas quiero hablarles de una de esas lecturas excepcionales, una de mis joyas secretas; un texto que me pertenece, como míos son mis ojos y mis cavilaciones nocturnas. Diría que se trata de un texto íntimo, un libro que en su momento, de un modo u otro, me salvó la vida.

Kafka o el extravío amoroso

A la distancia recuerdo aquella época como si la viera a través de un cristal opaco y, sin embargo, luminoso. Se trata de minutos llenos al mismo tiempo de gloria y confusión. Algo borroso y lúcido había ahí, en mí. Eran días en que el arrebato amoroso me poseía y también me cegaba. No podía ver el mundo; la realidad existía, sí, pero yo sólo podía acceder a ella con ojos maravillados. Y es que toda mi voluntad giraba a partir de una certeza no necesariamente consciente: para vivir plenamente esa felicidad furiosa del enamoramiento, debía arrebatársela al mundo, a costa de cualquier sacrificio. Heráclito escribió: “difícil es luchar contra el deseo; lo que éste quiere, el hombre lo paga con el alma”. En esos días no podía aún entenderlo. Repito: eran días nublados y plenos. Una mujer me había abierto las puertas del paraíso.

Al mismo tiempo me prestaron un libro. Se trataba del primer tomo de las Cartas a Felice, de Franz Kafka, un escritor del que yo había leído apenas un par de cuentos enigmáticos e incómodos. El amigo que me recomendó leer la correspondencia de Kafka me dijo que se trataba de una historia amorosa y, por lo tanto, de un relato en torno al desengaño. En aquel momento no comprendí a qué se refería, del mismo modo en que no entendía que la amistad es una elección plagada de verdades intermitentes. Comencé el libro con reticencias, atado a un prejuicio que pronto se disolvería: que la fantasía es inferior a la realidad.

En verdad fue muy pronto que me sentí atrapado por la lectura. Las cartas que Kafka le dirigía a su casi desconocida amada poseían una fuerza seductora y misteriosa. La manera sutil de concluir las frases, ciertos tonos arrebatadores de la escritura y la incertidumbre constante de escribir y esperar respuesta eran algunos de los motivos recurrentes del libro y que yo de algún modo compartía. Kafka era el arrebatado e impaciente amante, mientras a mí me ocurría algo parecido con esas emociones latentes que estaban afuera, en la misma realidad, de la cual yo no sabía decir mucho, pero que vivía con intensidad inusitada. Poco a poco me fui convenciendo de una cosa: las palabras contenidas en esas extraordinarias epístolas volvían comprensible lo que yo mismo sentía.

Dice Kafka en una de sus cartas a Felice Bauer: “¡Qué humores me dominan, señorita! Una lluvia de neurastenias cae ininterrumpidamente sobre mí. Lo que quiero ahora, al momento siguiente ya no lo quiero. Al acabar de subir la escalera, me quedo en el rellano sin saber jamás en qué estado me hallaré si entro en el piso. Sin que lo pueda remediar, las incertidumbres se me amontonan en mi interior, antes de que se conviertan en una pequeña certeza, o en una carta”. ¿Hay mejor manera de describir el arrebato amoroso?

Más arriba escribí que en aquel entonces una mujer me dio la llave del edén, pero ¿a qué me refiero con esto? O para ponerlo en palabras más “concretas”, ¿en qué consiste el paraíso que nos abre el amor? En principio (y esto sólo lo puedo decir justo gracias a Kafka) se trata de un espacio donde se detiene el tiempo, un lugar arrebatado a la existencia mundana. W. H. Auden afirma que el enamoramiento abre una especie de encrucijada en la cual sólo se puede “amar o morir”, de modo que la entrega a los otros resulta un imperativo, un deber vital. De algún modo tiene razón y es que el amor supone una maravilla: nos saca de la vida y al mismo tiempo nos salva de la muerte.

Como yo, Kafka en sus cartas se veía envuelto en medio de emociones intransferibles (el amor es paradójico: se trata de una experiencia de la comunión que no es comunicable). Y por eso mismo descubre un asunto crucial. Nadie ama si no se atreve a cruzar la línea que lleva al vacío y la renuncia. Sí, el amor es abandono en todo sentido. Abandono de uno, abandono por otro. En un comienzo abandonamos el mundo; entregamos todo nuestro tiempo y espacio para estar con quien nos abre otro mundo: puerta al infinito son los ojos de quien amamos. Después, nos abandonamos incluso a nosotros mismos, en el espasmo amoroso. ¡Por fin ha llegado el salto mortal!/ Esta vez nada importa/ Cerramos los ojos/ Nos dejamos ir, como en el sueño, como en el beso/ No existe otra verdad más que el edén maravilloso/ Fiesta del tacto y pasión que germina desde cada poro/ Éxtasis inaudito/ Caída entre el delirio fugaz y la dicha eterna. Dice Octavio Paz: “Los amantes caminan sobre el vacío. La conciencia de su mortalidad es la fuerza que los dispara fuera del tiempo y los retiene en el tiempo”. _

La memoria distorsiona el rostro que un día tuvimos; es un espejo que no nos devuelve sino imágenes oblicuas, instantáneas detenidas en el limbo. Así recuerdo aquel amor: como un paréntesis. Estuve en un tiempo ajeno al tiempo. Algo similar a la contemplación de un vacío. Y eso es lo que podemos detectar en las cartas de Kafka. Un vacío de la escritura, propio de la literatura epistolar, la cual, en todo caso, suele ser una escritura incompleta, vacua en algún sentido, una escritura que espera. Borges afirmó que “el motivo de la infinita postergación” rige la obra kafkiana. Cada vez que he releído esta correspondencia me ha llamado la atención la desesperación con que su autor escribía, sin esperar un solo día, una carta más para Felice. Como nunca, en estas páginas vemos a Kafka el impaciente, el desesperado:

¿Por qué no me ha escrito usted? Es posible, y probable, dada la naturaleza de aquel escrito, que en mi carta hubiera alguna estupidez que pudiese desorientarle, pero no es posible que le haya pasado a usted desapercibida la buena intención que sustenta a cada una de mis palabras. ¿Qué acaso se ha perdido una carta? Pero la mía fue enviada con demasiado celo como para poder pensar que haya sido rechazada, y en cuanto a la suya, es demasiado el tiempo que he estado aguardando su llegada. Y además, ¿es que suelen perderse las cartas, como no sea en la incierta espera del que no encuentra otra explicación?

Kafka nunca posterga la escritura, a pesar de ser ese uno de los sentidos estéticos (y autobiográficos) más consustanciales a su obra. Y al hacerlo, Kafka construye una fascinante historia de amor pasional con Felice. De hecho la convierte en una heroína de ficción, una lectora casi incansable, una mujer saludable que funge como paliativo ante sus propios terrores, inseguridades y enfermedades. Contra mi inicial prejuicio de que la literatura es siempre superada por la realidad, Kafka escribe: “no puedo creer que exista un cuento de hadas en el que se haya luchado por una mujer más y con mayor desesperación de lo que en mi interior se ha luchado por ti, desde el principio y siempre de nuevo y tal vez para siempre”. Leer las cartas del checo es tanto como leer una novela epistolar sin igual. La ficción entra al mundo real porque no hay una distinción entre ambos planos. La realidad, como afirma Ricardo Piglia, está entretejida de ficciones. Y la vida de Kafka, como la de ningún otro, es un universo literario.

Todo éxtasis anuncia la caída: suele ocurrir que las historias de amor tienden a la fractura justo cuando alcanzan su punto más alto. La felicidad es un paisaje que recorremos con pronósticos poco halagadores; avanzamos sobre veredas sinuosas, a tientas, con ojos de sonámbulo, hasta que, luego de varios tropiezos, la caída nos fuerza a despertar y mirar más allá de las sombras, cuando la desdicha es ya ineludible. Núñez y Domínguez escribió: “La vida es implacable con la felicidad de sus criaturas, y, aunque tarde, no desiste de hacérselas añicos”. También en esto el paralelismo entre mi vida y el relato fue contundente…

Cuando la relación entre Kafka y Felice comienza a naufragar y a convertirse en una historia donde el ascetismo y la espera no logran neutralizar la autodenigración, la hipocondría y la humillación pública, nos encontramos de pronto ante una trama sobre la impotencia y la soledad espirituales —esa otra cara del amor idealizado. Así, las cartas de Kafka me enseñaron que resulta imposible pensar una vida llena exclusivamente de placer y dicha, gozo y emoción; a ésta siempre la acompaña el dolor y la afrenta, la desesperación o la tristeza. Todo va de la mano. Dice Herder: “Aquí el río cava, allá acumula. El que ha recibido mucho, también tiene que dar mucho”. Por eso es que a veces sentimos cómo el tamaño de la felicidad corresponde a la magnitud del pesar. Ya lo había anunciado Sócrates: “El placer y el dolor van juntos, son dos gemelos”.

El amor se construye con deseos pero también con miedos; y en gran parte con dolor (ese universo que se desgarra por una fisura infinita clavada en el pecho). En buena medida la historia amorosa de Kafka puede resumirse en esa idea: el dolor es consustancial al amor. Y cuando llega el momento de la desdicha entonces todo se desgarra; el mundo, la vida misma a través de uno, trizas se hace, pierde su consistencia y termina esparcida en jirones, fragmentos que son restos de la conquista —recuerdos de los barcos dejados atrás, en plena hoguera. Las palabras de Kafka dan cuenta de ello y en algún sentido congelan esa historia del paraíso perdido y la mujer que si un día estuvo ahí, prefirió irse en busca de otro futuro, ajeno y quizá mejor:

Si el hecho de que alguien esté pensando en otra persona fuera capaz de molestar a ésta, tendría usted entonces que haberse despertado de un sobresalto en plena noche, tendría que haberse perdido de línea al leer temprano en la cama un libro, tendría, al desayunar, que haber apartado más de una vez sus ojos del cacao, de los panecillos, incluso de su madre, las orquídeas que llevó usted a otra vivienda se le tendrían que haber quedado petrificadas en la mano, y quizá sólo ahora es cuando tuviera usted sosiego, pues en estos momentos no pienso en usted, estoy a su lado.

Al leer a Kafka uno se da cuenta que el amor, estés solo o no, siempre es un modo del aprendizaje. Y que si algo lo vuelve valioso es que consiste en la más complicada labor que este mundo nos haya interpuesto (o regalado). Y tanta entrega y tanta comprensión, y aprender a escuchar y ser uno mismo al desnudar las máscaras, y ofrecer consuelo y hartazgo también, y ansia de dicha; todo eso que el amor implica, trae lo mismo satisfacción que dolor, esperanza y compañía, o tristeza y soledad incalculables.

Para Kafka el amor es siempre una forma del pecado: nos muestra los riesgos de un mundo enfermo, carente ya de dioses a los cuales confiar el propio destino. Por eso en Kafka la desilusión amorosa se representa por el insomnio y la debilidad física, que invariablemente llevan al descontento, la queja y la obsesión. Mi historia fue parecida, pero de eso es mejor no hablar más. Simplemente cabe decir que “enamorarse es fundar una religión en la cual tu Dios es falible”.

La lectura y la fe

Gracias a la lectura (uno de esos pocos actos de soledad que permiten la comunión con otro) establecemos lazos de complicidad con libros específicos. La intimidad siempre se sostiene sobre una creencia conjunta, la confianza que se erige entre dos personas que apuestan a un lazo invisible y le dan la espalda al mundo. En el caso de la literatura esta intimidad es entre extraños: el lector y el escritor, dos sensibilidades ajenas que por un instante milagroso coinciden y, a veces, se reconocen. Así, la literatura establece canales de comunicación entre los hombres; tal es su responsabilidad. Una responsabilidad que se funda en la imaginación. Ejercicio de la otredad, la literatura es una forma de imaginar lo desconocido. Y siempre, imaginar al otro, ha sido una manera de reducir su lejanía. Escribir: entrar en contacto, saldar una carencia, hacer posible una comunión audaz.

Si la literatura no puede cambiar el mundo, estoy seguro que ciertos libros sí pueden salvarnos. A este respecto no tengo dudas. Y si me acusan de ingenuo o crédulo, lo acepto sin inhibiciones. La fe y la inocencia son cosas que a estas alturas buena falta nos hacen

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