Wednesday, December 23, 2009

Identidades, desigualdades, globalización

En los años sesenta y setenta disponíamos en las ciencias sociales de grandes teorías, de paradigmas extremadamente generales que nos permitían, al menos eso creíamos, comprender el mundo e incluso —para aquellos de entre nosotros, muy numerosos por cierto, que nos referíamos a Marx—, de pretender cambiarlo.

Posteriormente este conjunto de teorías y de paradigmas estalló en pedazos favoreciendo la aparición de una infinidad de aproximaciones, acompañadas de una gran desconfianza a cualquier pretensión general de explicar lo social. Algunos creyeron posible reducir la vida social a cálculos, a favor de un homo sociologicus que no era muy diferente del homo economicus de la teoría económica neoclásica. Otros propusieron centrarse únicamente en el estudio de las interacciones, a veces muy limitadas, y se desinteresaron de las dimensiones políticas o históricas de la acción, con la idea subyacente de que la sociedad no es más que la suma de las innumerables interacciones que entran en juego entre individuos. Otros más se orientaron rígidamente hacia un enfoque hipercrítico, que era una especie de perversión del pensamiento estructuralista y a veces también marxista de los años sesenta y setenta. Se podría prolongar la lista, pero en lo que yo quiero insistir de manera especial es en el hecho fundamental de que esta descomposición del funcionalismo, del marxismo, del estructuralismo nos obliga a renovar nuestras categorías de análisis.

Esta situación nos ha orillado, para hablar como Touraine, a pensar con la ayuda de un nuevo paradigma, y ha ocurrido no solamente porque el movimiento de las ideas ha cambiado, sino porque se ha producido en ellas mismas una evolución en cierta manera autónoma y sobre todo porque el mundo se ha transformado. Los grandes problemas actuales no son los mismos, se están planteando nuevos retos al tiempo que se renuevan problemas y desafíos a veces muy antiguos.

Entre los cambios que han ocurrido, quisiera evocar cuatro particularmente importantes. El primero, es la emergencia de identidades particulares diferentes a las identidades nacionales, que demandan reconocimiento en nombre de una religión, de ciertas tradiciones, de una cultura o de una memoria colectiva. Llamaría a estas identidades, identidades “culturales”, incluso si puede parecer peligroso meter a la religión en el seno de la cultura, lo que es un tema de reflexión que justificaría en sí mismo una conferencia. La religión propone una fe, esa fe reposa en convicciones, la cultura es un conjunto de prácticas y de valores. Pero en la vida concreta todo se mezcla, la pertenencia a una religión va junto a maneras de vestirse, de alimentarse, de hacer funcionar las relaciones de género, aspectos que en sí mismos son modalidades culturales. El segundo cambio es el de la aceleración de la globalización. El tercero es el del auge del individualismo, en sus dos dimensiones, la de demandas de participación individual a la modernidad, de acceso al consumo, al dinero, a la salud; y la de búsqueda de las condiciones que permitan controlar la experiencia personal, hacer elecciones y tomar decisiones. Y el cuarto cambio es el de la desaparición o el debilitamiento de los dos conflictos que estructuraban nuestra vida colectiva, uno a escala planetaria: el fin de la guerra fría, y el otro en el interior de nuestras sociedades: el declive histórico del movimiento obrero y de su oposición central y conflictiva con los amos del trabajo. Se podrían agregar muchos otros puntos importantes, como son el papel de las nuevas tecnologías de comunicación, y el de las redes tan bien analizadas por Manuel Castells, o el conjunto de las víctimas en el espacio público, representada por toda clase de grupos que exigen ser reconocidos a partir de sus heridas históricas.

Todos estos cambios son considerables, y con frecuencia tenemos la impresión de sufrirlos tanto más cuanto que se carece de enfoques y categorías para darles un sentido. Las grandes teorías, los paradigmas de los años sesenta y setenta no pueden aportarnos los referentes adecuados, y a veces tenemos, incluso, que buscar las palabras para tratar convenientemente estos nuevos fenómenos. En Francia, por ejemplo, hablamos de “jóvenes resultado de la inmigración” cuando sus padres están en nuestro país desde hace tres y hasta cuatro generaciones; hablamos de “franceses de origen”, incluso de individuos cuyos padres, o alguno de sus padres, llegaron como migrantes hace cuarenta o cincuenta años. Estamos, pues, ante el desafío de ubicar toda clase de fenómenos nuevos adaptando o inventando nuestros instrumentos de análisis, e intentando tener una comprensión general de estos fenómenos, una visión de conjunto y no solamente la imagen de una yuxtaposición de problemas sin unidad. Empezaré por el final.

EL DECLIVE DE LOS GRANDES CONFLICTOS DEL PASADO RECIENTE

La desaparición (guerra fría) o el declive histórico (lucha de clases) de esos grandes conflictos me parece suficientemente obvio como para proceder a reflexionar directamente sobre sus principales consecuencias. Por una parte, el fin de la guerra fría es el fin de un periodo en el que tanto las relaciones internacionales —incluso las más decisivas, como por ejemplo entre Estados Unidos y la Unión Soviética directamente— como las tensiones o las confrontaciones más limitadas y locales, tomaban su sentido de ese principio general de oposición. Por lo tanto, ciertos conflictos localizados no podían convertirse en fuente de confrontaciones mortales sin correr el riesgo de desencadenar una escalada militar y una confrontación entre los dos grandes bloques, entonces esos conflictos estaban como congelados. La violencia no era, necesariamente, menos asesina en la época de la guerra fría, pero no tenía la tonalidad que adquirió posteriormente, la de terrorismo “global” del tipo de Al Qaeda o de crisis a la vez militares y humanitarias en las que las fuerzas armadas, con frecuencia bi o multinacionales intervienen al mismo tiempo que numerosas ONG.

El fin del conflicto de clases en las sociedades industriales ha tenido también muchas consecuencias. Sectores enteros de la población se encontraron de pronto en condiciones sociales totalmente inéditas. Cuando una persona era un obrero estaba involucrado en las relaciones de producción, se podía considerar explotado, pero estaba incluido en las relaciones sociales, se encontraba en la sociedad incluso a través del trabajo. Cuando esta persona era un inmigrante se le definía por su inserción en la sociedad, puesto que estaba en el país que lo había acogido para trabajar en él. El fin del conflicto de clases significa el fin de una época en la que la cuestión social la planteaban actores que podían ser pobres y dominados, que sufrían terribles injusticias, enormes desigualdades, pero que no por eso eran menos parte de la sociedad. Actualmente la cuestión social es la de la exclusión; ahora se está fuera de la sociedad, definida ya no por la explotación o la dominación sino por la exterioridad. Esa situación no permite el conflicto, el cual supone la existencia de una relación, y lo que hace es favorecer la fragmentación social, las lógicas de repliegue en un territorio, y también las del encerramiento en una cultura y en una identidad particular. Y las desigualdades sociales crecen vertiginosamente, porque los que están excluidos no tienen la misma capacidad de hacer oír su voz como los que estaban incluidos e involucrados en relaciones en las que disponían de un principio positivo que podían hacer valer su aporte y su contribución al funcionamiento de la empresa. Esta nueva situación es vivida de una manera sumamente dolorosa, porque el que queda excluido o está amenazado de serlo es desechable y por lo tanto, particularmente vulnerable. Los que tienen un trabajo se vuelven, a su vez, sumamente frágiles por el hecho de que corren el riesgo en todo momento de convertirse en excluidos y rechazados. El trabajo ilegal y clandestino, o en condiciones muy duras, como es el caso de las maquiladoras, se hace en condiciones de explotación tales que no permiten la conflictividad, porque el espectro de la exclusión ronda permanentemente. Las peores desigualdades hoy en día, diferencian no sólo a los de arriba con los de abajo, sino a los de adentro, protegidos, frente a los de afuera, rechazados.

EL IMPULSO DEL INDIVIDUALISMO

El impulso del individualismo se puede observar desde dos ángulos, el de la participación/consumo a la vida moderna, y el de la subjetividad/producción de sí mismo. Por lo tanto, este fenómeno impacta en dos direcciones. Por el lado del deseo de participar, se convierte en un estímulo al egoísmo, al hedonismo, pero también al rechazo a proyectarse en el tiempo, se trate del pasado o del futuro. El presente y el instante inmediatos son valorados mucho más que la preparación para el futuro. Este individualismo puede diluir considerablemente las solidaridades, el sentimiento de pertenencia a colectividades, la capacidad de sentirse responsable de los propios actos y ante el conjunto social más amplio en el que se vive. Sin embargo, esta tendencia no es ineluctable y, sobre todo, puede estar ampliamente contrabalanceada por el impulso de las subjetividades personales. Efectivamente estas subjetividades hacen de cada uno un sujeto preocupado de producirse a sí mismo, de construir su existencia, de ser respetado como persona singular, lo cual tiene una contrapartida automática: yo solamente puedo ser sujeto si yo le reconozco a todo ser humano el mismo derecho y la misma posibilidad. Por lo tanto, la subjetividad individual puede muy bien estar asociada a un fuerte sentimiento de solidaridad colectiva, de responsabilidad social. Puede también, y aquí desembocamos en una paradoja aparente, alimentar una acción colectiva.

En un instante hablaré acerca de las identidades colectivas, pero quiero hacer notar inmediatamente un punto importante. Actualmente y ocurre cada vez más, aquellos que se reclaman a una determinada identidad cultural, religiosa, etcétera, lo están haciendo a partir de una decisión personal, de un compromiso más o menos pensado, fruto de una reflexión; en el pasado, en cambio, las identidades eran principalmente frutos lógicos de la reproducción. Hoy existe una auténtica tendencia a elegir su o sus identidades, su o sus grupos de pertenencia. El joven musulmán de las ciudades occidentales, por ejemplo, no dice: “soy musulmán porque mis padres o mis abuelos eran musulmanes”, dice: “es mi decisión”. Esto tiene una influencia considerable en la acción colectiva, ya que si el compromiso es una elección, la deserción también puede serlo. Por esa razón las organizaciones que estructuran las identidades se ven obligadas, con más fuerza que antes, a preguntarse cómo hacer para estabilizar a su público, cómo marcar la diferencia entre el adentro y el afuera para evitar las deserciones.

Ante esta dinámica es fundamental distinguir, pero no para oponer, dos grandes tendencias: la del impulso del individualismo y la del impulso de las identidades colectivas. Es necesario distinguirlas pero sobre todo para pensar en su complementariedad. Esta es la manera de evitar reducir artificialmente las afirmaciones identitarias a lógicas de simple reproducción, porque estas afirmaciones surgen ante todo de lógicas de producción y de invención incluso cuando se trata de aquellas que se presentan bajo el ángulo de la tradición, como lo muestra la célebre obra dirigida por Eric Hobsbawm sobre La invención de la tradición.

LA ACELERACIÓN DE LA GLOBALIZACIÓN

La globalización es un fenómeno que puede relacionarse con dos tipos de definiciones. Por una parte se designa con ese término a la economía neoliberal, la dominación o extensión de un capitalismo más financiero y comercial que industrial, que actúa a escala planetaria sin tomar en cuenta las fronteras y los Estados. Por otra parte, el término remite más bien a la idea del ingreso a una nueva era en la que toda clase de fenómenos y no solamente los económicos deben de ser pensados de manera “global”. Esta segunda familia de aproximaciones significa que tenemos que terminar con los modos de análisis heredados de la época que los politólogos llaman la época “westfaliana”, del nombre del Tratado de Westfalia (1648) que organizaba a Europa alrededor de sus Estados-nación. Es “global” un fenómeno que comporta elementos trans o supranacionales, e incluso planetarios, y que comporta también dimensiones relacionadas a lógicas internas de tal o cual Estado-nación. La “globalización”, en este sentido, significa la conjugación de lógicas internas y externas, lo que es completamente diferente a lo que se plantea en el espacio “westfaliano”, en el que el análisis de los grandes problemas sociales y políticos privilegia por una parte las lógicas internas en el marco del Estado-nación y, por otra, las relaciones que pueden estar en juego entre los Estados-nación, es decir, las relaciones llamadas “internacionales”.

Estos dos tipos de enfoques no son contradictorios. El primero desemboca en una interrogante esencial: ¿hay que hablar de globalización económica, es decir, de un capitalismo sin fronteras y en consecuencia sin Estado, o hay que hablar de un imperialismo norteamericano, dado que la dominación económica se hace en realidad a partir de Estados Unidos y en su provecho? Precisamente el caso mexicano está en el centro de esa interrogación. México, ¿está en una economía mundial, global, o está sobre todo en una economía subordinada a los intereses de Estados Unidos? El segundo tipo de aproximación desemboca también en interesantes debates: ¿hay que ver en la globalización la fuente de un declive de los Estados y de las naciones en beneficio de lógicas que los transcenderían permanentemente?, ¿hay que ver la emergencia de un espacio supranacional que no tendría ni reglas ni leyes, por lo tanto sin capacidad de regulación? Me parece que lo que se necesita es hablar en términos de cambios de funcionamiento de los Estados y de las naciones, los cuales se están adaptando a la nueva situación y están participando en ella. Hay que reconocer que, desde hace algunos años, se están reforzando un conjunto de regulaciones y de interacciones entre actores que están estructurando, no solamente el espacio supranacional, sino que están también asegurando la articulación de lógicas internas y externas. En el ámbito militar, por ejemplo, la guerra se convierte cada vez más en un asunto de fuerzas multilaterales que intervienen conjugando la presencia armada, es decir el recurso a la fuerza, y la acción humanitaria de emergencia. En el ámbito judicial existen tribunales internacionales, pero también es posible que a partir de un Estado-nación se pueda llevar a cabo una acción verdaderamente global. Pienso, por ejemplo, en la forma como Pinochet pudo ser arrestado partir de decisiones provenientes de España (el Juez Baltasar Garzón) y del Reino Unido. De la misma manera los actores altermundistas actúan a la vez localmente y dándole a su acción un sentido planetario.

El primer enfoque sobre la globalización tiene necesariamente que ver con la cuestión de las identidades culturales al menos por dos razones. Por una parte, la cuestión identitaria puede dar luz sobre las dimensiones culturales de la actividad económica y sobre el hecho de que los productos a la venta están cada vez más cargados de significaciones culturales, ya sea las “marcas”, la música, la moda, la comunicación. En este caso, es cierto que la globalización contribuye a la homogeneización cultural del mundo, a su macdonalisation, un término que en realidad fue acuñado para dar cuenta no tanto de un modo de consumo como de un método de organización del trabajo. Por otra parte, la globalización así entendida suscita reacciones defensivas que a veces se apoyan en la expresión de una identidad particular, especialmente nacional, y se favorecen entonces lógicas cerradas en las que las identidades culturales, en nombre de las amenazas que pesan sobre ellas, exigen el aislamiento del país y el rechazo de la cultura cosmopolita e internacional, invocando sus tradiciones.

El segundo enfoque de la globalización permite abordar otras dimensiones de la cuestión de las identidades culturales. Obliga a examinar cómo los flujos incesantes de hombres y de bienes a través de la vida económica y de toda clase de fenómenos migratorios, así como a causa de las formidables herramientas de comunicación de las que disponemos, modifican las identidades, imponiendo marcos de análisis diferentes al de los Estados-nacionales. De este modo, es posible distinguir ya no un modelo único o principal para analizar la migración. Este modelo la concebía como el movimiento poblacional de un país expulsor hacia un país receptor en el que los migrantes se insertaban en una especie de melting pot para disolverse en él y perder su identidad. La aproximación “global” permite una pluralidad de posibles marcos de referencia. Cito algunos: a) el modelo clásico: migrantes que dejan su país para disolverse, o casi, en la sociedad receptora en el término de algunas generaciones; b) el tránsito: migrantes que llegan a un país únicamente para atravesarlo y dirigirse hacia otro destino; c) la noria: migrantes que dejan su país por una duración limitada, uno o dos años por ejemplo, y regresan para ser remplazados inmediatamente por otros migrantes que hacen el mismo circuito; d) las “hormigas” como diría Alain Tarrius: migrantes y sus descendientes que circulan incesantemente entre varios países asegurando su subsistencia con la ayuda de una economía más o menos paralela; e) los fronterizos: personas que se definen más bien por su pertenencia a una región fronteriza, en cuyo interior circulan, a veces de manera cotidiana, y no por su pertenencia a un territorio nacional; f ) las diásporas: personas y grupos que definen su pertenencia grupal a una diáspora, por lo tanto a una identidad supranacional, lo que no les impide en caso necesario, el experimentar una fuerte identificación con un Estado y su nación. La globalización favorece una u otra de esas lógicas, cuya lista podría completarse, como si el modelo clásico —que en gran parte era un mito construido por las ciencias sociales— estallara en una pluralidad de posibilidades. Esta dinámica favorece la fragmentación cultural puesto que cada una de estas fórmulas puede estar asociada a unas identidades más que a otras.

EL EMPUJE DE LAS IDENTIDADES CULTURALES

La emergencia de las identidades culturales comenzó, en muchas sociedades, en los años sesenta, con el Ethnical Revival del que habla Anthony Smith. En Estados Unidos, por ejemplo, descubrieron que los indios no eran reductibles a las imágenes que de ellos hacían las películas del Oeste o las caricaturas, que los representaban como bárbaros malhechores y peligrosos; o que los negros —como da testimonio el gran éxito del libro de Haley— tenían raíces (roots) y, por lo tanto, una historia y una cultura. En toda América se descubrieron las culturas y las historias indígenas, así como en Australia se empezaron a interesar en los aborígenes. En varios países de Europa reaparecieron identidades regionales, occitanos, bretones, corsos en Francia, por ejemplo. Al mismo tiempo, movimientos feministas u homosexuales se fueron construyendo a partir de demandas de reconocimiento; y diferentes grupos que podían constituirse en víctimas empezaron a manifestarse; al principio, el más significativo fue el de los judíos de Norteamérica y Europa.

Las características y las afirmaciones que tenían en su inicio estos actores han evolucionado mucho. Se definían ante todo en el marco del Estado-nación, al que se le pedía que rindiera cuentas y al que se le exigía reconocimiento. Eran movimientos que no tenían una gran carga social porque no planteaban como prioridad, sino sólo secundariamente, reivindicaciones de tipo económico —hay que recordar que se estaba en el periodo precedente al gran viraje de mitad de los años setenta. Estos grupos de ninguna manera ponían en tela de juicio la autonomía de las personas singulares que los constituían, y sólo secundariamente presentaban dimensiones religiosas. Posteriormente llegaron los años ochenta y noventa. Esas identidades continuaron cada una con su trayectoria y aparecieron otras. Se observaron entonces cambios importantes. Por una parte la religión se convierte en un elemento central de este impulso identitario, ya sea del Islam o de diversas variantes del protestantismo. Una consecuencia de esta evolución es que se manifiestan cada vez más inquietudes, a veces fundadas, aunque no siempre, sobre el papel del sujeto personal en estas identidades, a las que con frecuencia se les acusa de negar a la persona singular, al individuo, empezando por la mujer, para garantizar la ley del grupo. La crítica del comunitarismo se exacerba sobre todo frente al auge de identidades religiosas. Por otra parte, lo cultural y lo social están más vinculados en estas identidades de lo que estaban en el pasado. Las demandas de reconocimiento cultural se articularon a la lucha contra las desigualdades y la injusticia social. Este panorama muestra que va siendo cada vez más claro que ya no es posible pensar estos fenómenos exclusivamente en el marco westfaliano del Estado-nación. Las identidades culturales están involucradas en la globalización. Por ejemplo, ¿quién podría reflexionar actualmente sobre las identidades mexicano- americanas sin tomar en cuenta el espacio que forman Norteamérica y Centroamérica en su totalidad?

Pero no solamente las identidades se convierten en “globales”, sino también sus variantes pervertidas, que se esencializan al punto de convertirse en odio, violencia y racismo. Por ejemplo, el terrorismo que en el pasado era de extrema-izquierda, de extrema-derecha o nacionalista, se ha convertido en “global” con Al Qaeda que es trasnacional, religioso, al ser islámico, y a la vez estar anclado en ámbitos locales: marroquí, turco, indonesio, español, inglés.

Repentinamente nuestros debates se transformaron en modo considerable. En particular el tema del multiculturalismo, que se presentaba con frecuencia como la respuesta institucional frente a la multiplicación de las demandas de reconocimiento, y que de pronto apareció como una respuesta defendible pero singularmente limitada. No es útil, por ejemplo, frente a reivindicaciones de independencia, es decir del abandono de una entidad nacional. Es inadecuado ante los actores que circulan en espacios que desbordan el ámbito nacional. No es capaz, en sí mismo, de hacerse cargo de las dimensiones sociales, que como acabo de señalar, impregnan de manera cada vez más evidente las reivindicaciones identitarias. Corre el riesgo de fijar las identidades o de empujarlas en la espiral del repliegue de los grupos sobre sí mismos, y por lo tanto hacia el comunitarismo, con todo lo que ese fenómeno implica: la negación de los individuos como tales, los riesgos de violencia vis-a-vis del exterior, el rechazo de valores universales en beneficio de la ley única del grupo. En estas condiciones, muchas democracias parecen frágiles, tentadas a replegarse en si mismas, o por los demonios del populismo, flagelo que se despliega actualmente en toda América Latina.

Para terminar, se puede decir que los análisis que se han esbozado aportan claridad a la comprensión de la crisis o al déficit de lo político que se observa en varios países. Esto es particularmente válido si se retoma lo que se ha dicho del concepto de sujeto, por una parte y sobre la globalización por la otra. El primero, en efecto, nos invita a considerar la crisis de lo política en función de lógicas que provienen de abajo, del interior de nuestras sociedades, y el segundo en función de lógicas que vienen de fuera.

Los sistemas políticos clásicos no están habilitados para tratar demandas nuevas vinculadas a la subjetividad de personas singulares, es decir del sujeto. Están más habituados a responder a las expectativas de grandes grupos sociales, de clases sociales; saben ser, por ejemplo, socialdemócratas, o demócratas cristianos, o populistas para proponer soluciones a las demandas de los pobres, los dominados, los explotados, o para promover las concepciones de orden y de eficacia económica de los dominadores. Pero no saben qué hacer frente a las nuevas cuestiones que remiten a la religión, a las identidades culturales, a la vida privada de cada uno, a la procreación, a la adopción, a la eutanasia, o a la memoria de las víctimas y de sus descendientes de crímenes colectivos particularmente bárbaros: genocidios, masacres, trata de seres humanos, esclavitud por ejemplo. En ciertos casos, las subjetividades individuales se viven únicamente a escala personal, o se reelaboran para transformarse en demandas colectivas; en otros casos estas subjetividades se estructuran y son sostenidas por organizaciones, asociaciones o movimientos. En ambos procesos se trata de fuertes demandas de respeto, dignidad y reconocimiento. El político no sabe muy bien cómo tratar estas expectativas, que con frecuencia resquebrajan las clasificaciones clásicas empezando por la de derecha/ izquierda. Los partidos clásicos se sienten presionados por estas demandas, al punto de dejarse invadir por las emociones, el miedo, un sentimiento difuso de amenaza, y de estar sujetos a la presión de opiniones que funcionan a manera de escándalo o de reportajes frívolos de la prensa “people”.

Por otra parte, lo que los sistemas políticos clásicos tienen que tomar cada vez más en consideración son las lógicas “globales”, sea las que provienen de un espacio sin fronteras o de las que se inscriben en espacios regionales como Asia del Este, Europa, el Mercosur por ejemplo. Estas lógicas que vienen desde afuera, exigen a los actores políticos reflexionar de otra manera y no contentarse, como en el pasado, con tratar separadamente problemas internos relacionados con el marco del Estado-nación, y problemas externos que se refieren a las relaciones llamadas internacionales. En algunos casos, decisiones que son tomadas a una escala supranacional tienen que ser asumidas por los sistemas políticos: un acuerdo votado por las Naciones Unidas o la UNESCO, una nueva reglamentación decidida por la Unión Europea, por ejemplo. En otros casos, las consecuencias de una decisión tomada en el marco del Estado- nación en función, se pensaba, de un problema interno, tienen implicaciones geopolíticas considerables que los actores políticos no saben bien anticipar.

La globalización así como la presión de las subjetividades obligan a repensar lo político. Eso no quiere decir que estemos asistiendo al declive de lo político, ni que estas dos fuerzas sean las únicas en juego cuando se trata de comprender una situación de crisis o de bloqueo. Lo que significa, sobre todo, es que los sistemas políticos están llamados a transformarse para tomar en cuenta estos cambios, ya sea que se trate de articular los niveles locales, nacionales, regionales y supranacionales, ya sea que se trate de atender constantemente desde la acción política el gran espectro de cambios considerables que van desde la realidad más íntima, de lo más subjetivo, lo más personal, hasta lo más general, lo más amplio, lo planetario. ■


por Michel Wieviorka

Tuesday, November 17, 2009

"La gente apoya la guerra contra la droga cuando es algo abstracto''

La guerra contra los carteles de droga en México está irremediable perdida. Nació perdida. Ahora sólo queda abandonarla y decir, mentirse, que se la ganó.

Esa es la tesis principal de “El narco: la guerra fallida”, libro que acaban de publicar Rubén Aguilar V. y Jorge G. Castañeda. Éste último sabe escribir libros en que se apunta con el dedo y se grita “el rey está desnudo”. Obvio. Irritan. Es lo que ocurrió con sus previos “Utopía desarmada” y “Vida en rojo: Una biografía del Che Guevara”.

Economista de Princeton, posgraduado en la Universidad de París, gran amigo del régimen cubano en sus mocedades, ex asesor de Cuauhtémoc Cárdenas y Vicente Fox, Castañeda pertenece a la larga tradición de intelectuales latinoamericanos que ofician de políticos y de políticos a los cuales pensar, cambiar de opinión y tener escrúpulos (a la vez) no les parece ni raro ni contradictorio ni reprochable. Para él, la elite política mexicana se apuntará un avance perdurable contra todos los delitos si logra crear una policía nacional unificada que reemplace a “los 400.000 (policías) municipales y estatales que todos están podridos”.

-En el libro se asevera que ni el consumo ni la violencia habían aumentado en México para justificar el comienzo de la guerra actual contra las drogas que lanzó el presidente Calderón. ¿Cuál es la razón entonces de esa guerra?
-Lo que nosotros concluimos, más por deducción que por otra cosa, es que -si las razones que ha esgrimido el gobierno son falsas- la única explicación es política. Calderón pensó, creemos nosotros, en noviembre de 2006, que llegaba a la presidencia tan debilitado, tan acotado por el magro resultado electoral; por las protestas, por las acusaciones de fraude (todas ellas, en nuestra opinión, falsas), que necesitaba dar un golpe de mano. Un poco al estilo de todos los presidentes mexicanos. Y el golpe que se le ocurrió fue meter al Ejército a la lucha contra el narco para subrayar su carácter de comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. Para mostrar que tenía el control de las FF.AA. Que estaban con él. Que no había ninguna distancia entre él y las FF.AA. Y en algo que creían, con una mala lectura de las encuestas, que la población sentía como un problema primordial. Que sería relativamente sencillo meter al Ejército, limpiar un poco y luego salirse. Eso no resultó.

-A tres años de esta medida, ¿cuáles son las perspectivas de escenarios o de una resolución posible?
-En tres semanas se cumplen tres años. Entonces, es la mitad del sexenio que ya se fue. Esto no es algo que está recién empezado. Recién iniciado, no. Creo que las perspectivas o de logros, como siempre, son nulas. En esto no se gana. En esto, incluso, es muy difícil siquiera, avanzar. Lo que sí puede hacer el presidente Calderón, y parece que está empezando a hacerlo, es -por la fuerza de los hechos- ir bajando el perfil de la guerra contra el narco, dentro del conjunto de las actividades gubernamentales. Insistir más en la economía. Insistir más en el empleo. Insistir más en la lucha contra los monopolios y por la competencia. Insistir más en reformas institucionales que México necesita desesperadamente. E insistir cada vez menos en el narco. Entonces, simplemente por default casi, pues va a ir disminuyendo la importancia de la guerra y un buen día cantar victoria, retirarse y ya. Obviamente sin haber ganado, pero no importa. Esto nunca se gana igual. Cantar victoria simplemente significa una declaración tan cierta como cualquier otra.

-¿Esto no podría afectar al Ejército mexicano como institución?
-No es una buenísima idea. Pero es mejor que seguirlo exponiendo a todo tipo de desgastes. De problemas de imagen. Porque la gente apoya la guerra contra la droga cuando es algo abstracto. Es decir, los habitantes del Distrito Federal apoyan la guerra en Ciudad Juárez, pero los de Ciudad Juárez no la apoyan en Ciudad Juárez. Entonces sí, el riesgo para el Ejército de cantar victoria y retirarse es elevado. Pero el riesgo de seguir por esta vía también es elevado.

-En voz baja, muchos gobiernos admiten que el paradigma prohibicionista fracasó. ¿Qué opciones quedan en particular para México?
-Creo que quedan dos, principalmente, pero de la mano con Estados Unidos. Porque México no puede actuar solo en esta materia. Justamente debido a la cercanía de EE.UU. Uno es trabajar hacia la despenalización del consumo de marihuana, que es la droga más consumida en México y en EE.UU. Por el mayor número de gente. Y es la droga que, en principio, según dicen los americanos, todavía les genera las mayores ganancias a los carteles mexicanos, aunque no es la que mayores ganancias genera por kilo o gramo, pero sí en términos absolutos. Y por el otro, caminar también hacia la despenalización y tratar como un tema de salud la heroína. En México no es un problema grave, pero sí lo es en EE.UU. México sí es un productor importante de heroína. Existe la posibilidad, en esos dos frentes, de avanzar en el entendido, real, de que el problema central sigue siendo la cocaína. No porque México sea productor, que no lo es, pero sí es un conducto para la cocaína que viene sobre todo desde Colombia y, en menor medida, de Bolivia y Perú.

-En el libro se habla de sellar la frontera sur. ¿Cómo se llevaría a cabo?
-Esto no es algo nuevo. Se había sugerido desde el 98. Desde la época de Zedillo. Que se ha tratado de hacer en la frontera como tal: tierra, mar y aire. Se ha tenido algo de éxito en la parte aérea con avionetas y pistas clandestinas. Mucho menos en la parte terrestre y, sobre todo, en la marítima. Pero lo que han descubierto los funcionarios -que son los mismos, como Eduardo Medina Mora, que estaba en la Seguridad Pública con Fox y ahora en la PGR con Calderón- es que es más factible sellar todo esto en el istmo de Tehuantepec.

-¿Por qué?
-Es muy angosto. Son 215 kilómetros. Es plano. Es fácil de vigilar en la parte aérea y terrestre. En la parte marítima tiene la ventaja de que se puede concentrar recursos y fuerzas en los mares de ambos lados, desde una zona muy centralizada. De todo punto de vista es mucho más fácil sellar ahí, que es el lugar más angosto del país, que en la frontera con Guatemala, que está un poco más al sur.

Están todos podridos.
-Ahora, si el gobierno mexicano quisiera poner en práctica este sellado ¿podría hacerlo? ¿Habría consenso entre la mayoría de las fuerzas políticas para hacerlo?
-Depende, porque hay un problema de cooperación de los EE.UU. en esto. México no puede hacerlo solo. Se necesitaría mucho apoyo americano. De dinero, de equipos, de asesoría, de tecnología, de inteligencia. Mucho más de lo que contempla esta cosa que se llama Iniciativa Mérida. Y no sabemos cómo reaccionarían las fuerzas políticas mexicanas ante ese tipo de cooperación mucho más agresiva. Invasiva, llamémosla así.

-Avanzar más en el tema de la legalización de la droga, ¿podría ser parte de la plataforma electoral de futuros candidatos a la presidencia?
-Tanto así no sé si lo quieran tocar. Es un tema muy radioactivo en México o en cualquier país. Hacer campaña sobre estos temas me parece muy delicado. Me parece más probable que, conforme vaya avanzando la tendencia en EE.UU. -y va avanzando muy rápidamente-, tal vez se pueda lograr que México avance también y que el gobierno adopte una postura un poco más ilustrada. En EE.UU. se está generando una inercia muy fuerte a favor, por lo menos, de la despenalización -llamada médica que, en realidad, es total- de la marihuana. Hay cinco estados adicionales que en los próximos meses van a votar, y probablemente aprobar, leyes locales. Y Obama ya claramente dijo que ya no iba a imponer la aplicación de las leyes federales prohibicionistas en los estados que hubieran aprobado leyes de descriminalización. Eso se vuelve un aliciente para que otros estados hagan lo mismo.

-Finalmente, volviendo a México. ¿Podría ser que un saldo positivo de toda esta guerra fallida contra las drogas fuese la creación de una policía nacional unificada de mejor calidad?
-Eso es lo que gente como yo hemos venido proponiendo desde hace muchos años. No de ahora. Siguiendo un poco el modelo de Carabineros de Chile, justamente. Esto no ha sucedido, aunque empezó Zedillo a hacerlo en 98 y Fox trató de ir por el mismo camino, pero no encontró el dinero. Y Calderón también, pero no ha tenido la voluntad política ni la eficacia ni la posibilidad de realmente avanzar. Se dice que se está en la víspera de avances muy importantes en esta materia. Pero es sólo un “se dice”.

-¿Cuál es el problema?
-El problema que hay aquí es doble: se necesitan los efectivos. Gente que haya sido entrenada, formada, equipada en la nueva academia de policía durante un período suficiente como para formar parte de esta policía, siguiendo, insisto, el ejemplo de Carabineros; pero también se necesita crear las condiciones legales y políticas con los municipios y los estados. No sirve de nada que, en lugar de que haya ahorita 25 mil tropas operacionales de la Policía Federal, haya 100 mil si hay 400 mil municipales y estatales que todos están podridos. Que no sirven de nada. Tiene que ser sustitutivo. Tienen que ir poco a poco pasándole la seguridad y el trabajo policíaco, los estados y municipios, a la federación. Pero eso no va a suceder mientras no haya suficientes efectivos, y no va a haber suficientes efectivos mientras no existan las condiciones políticas.

-El PAN enfrenta en las próximas elecciones presidenciales la posibilidad de perder. ¿Cabe esperar que el PAN se renueve? ¿Qué haya una nueva generación de dirigentes que estén dispuestos a generar este tipo de reformas?
-Bueno, Calderón de algún modo es una nueva generación. Pero, pues se ha visto muy limitado por las circunstancias, por su partido y por sus propias características. Creo que bajo determinadas condiciones el PAN puede volver a ganar la elección presidencial. No soy de los que piensan que el PRI está condenado a ganar o mucho menos. Sin embargo, depende de que el PAN tenga una agenda. Y por el momento, no tiene una agenda para 2012.

"La gente apoya la guerra contra la droga cuando es algo abstracto''

La guerra contra los carteles de droga en México está irremediable perdida. Nació perdida. Ahora sólo queda abandonarla y decir, mentirse, que se la ganó.

Esa es la tesis principal de “El narco: la guerra fallida”, libro que acaban de publicar Rubén Aguilar V. y Jorge G. Castañeda. Éste último sabe escribir libros en que se apunta con el dedo y se grita “el rey está desnudo”. Obvio. Irritan. Es lo que ocurrió con sus previos “Utopía desarmada” y “Vida en rojo: Una biografía del Che Guevara”.

Economista de Princeton, posgraduado en la Universidad de París, gran amigo del régimen cubano en sus mocedades, ex asesor de Cuauhtémoc Cárdenas y Vicente Fox, Castañeda pertenece a la larga tradición de intelectuales latinoamericanos que ofician de políticos y de políticos a los cuales pensar, cambiar de opinión y tener escrúpulos (a la vez) no les parece ni raro ni contradictorio ni reprochable. Para él, la elite política mexicana se apuntará un avance perdurable contra todos los delitos si logra crear una policía nacional unificada que reemplace a “los 400.000 (policías) municipales y estatales que todos están podridos”.

-En el libro se asevera que ni el consumo ni la violencia habían aumentado en México para justificar el comienzo de la guerra actual contra las drogas que lanzó el presidente Calderón. ¿Cuál es la razón entonces de esa guerra?
-Lo que nosotros concluimos, más por deducción que por otra cosa, es que -si las razones que ha esgrimido el gobierno son falsas- la única explicación es política. Calderón pensó, creemos nosotros, en noviembre de 2006, que llegaba a la presidencia tan debilitado, tan acotado por el magro resultado electoral; por las protestas, por las acusaciones de fraude (todas ellas, en nuestra opinión, falsas), que necesitaba dar un golpe de mano. Un poco al estilo de todos los presidentes mexicanos. Y el golpe que se le ocurrió fue meter al Ejército a la lucha contra el narco para subrayar su carácter de comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. Para mostrar que tenía el control de las FF.AA. Que estaban con él. Que no había ninguna distancia entre él y las FF.AA. Y en algo que creían, con una mala lectura de las encuestas, que la población sentía como un problema primordial. Que sería relativamente sencillo meter al Ejército, limpiar un poco y luego salirse. Eso no resultó.

-A tres años de esta medida, ¿cuáles son las perspectivas de escenarios o de una resolución posible?
-En tres semanas se cumplen tres años. Entonces, es la mitad del sexenio que ya se fue. Esto no es algo que está recién empezado. Recién iniciado, no. Creo que las perspectivas o de logros, como siempre, son nulas. En esto no se gana. En esto, incluso, es muy difícil siquiera, avanzar. Lo que sí puede hacer el presidente Calderón, y parece que está empezando a hacerlo, es -por la fuerza de los hechos- ir bajando el perfil de la guerra contra el narco, dentro del conjunto de las actividades gubernamentales. Insistir más en la economía. Insistir más en el empleo. Insistir más en la lucha contra los monopolios y por la competencia. Insistir más en reformas institucionales que México necesita desesperadamente. E insistir cada vez menos en el narco. Entonces, simplemente por default casi, pues va a ir disminuyendo la importancia de la guerra y un buen día cantar victoria, retirarse y ya. Obviamente sin haber ganado, pero no importa. Esto nunca se gana igual. Cantar victoria simplemente significa una declaración tan cierta como cualquier otra.

-¿Esto no podría afectar al Ejército mexicano como institución?
-No es una buenísima idea. Pero es mejor que seguirlo exponiendo a todo tipo de desgastes. De problemas de imagen. Porque la gente apoya la guerra contra la droga cuando es algo abstracto. Es decir, los habitantes del Distrito Federal apoyan la guerra en Ciudad Juárez, pero los de Ciudad Juárez no la apoyan en Ciudad Juárez. Entonces sí, el riesgo para el Ejército de cantar victoria y retirarse es elevado. Pero el riesgo de seguir por esta vía también es elevado.

-En voz baja, muchos gobiernos admiten que el paradigma prohibicionista fracasó. ¿Qué opciones quedan en particular para México?
-Creo que quedan dos, principalmente, pero de la mano con Estados Unidos. Porque México no puede actuar solo en esta materia. Justamente debido a la cercanía de EE.UU. Uno es trabajar hacia la despenalización del consumo de marihuana, que es la droga más consumida en México y en EE.UU. Por el mayor número de gente. Y es la droga que, en principio, según dicen los americanos, todavía les genera las mayores ganancias a los carteles mexicanos, aunque no es la que mayores ganancias genera por kilo o gramo, pero sí en términos absolutos. Y por el otro, caminar también hacia la despenalización y tratar como un tema de salud la heroína. En México no es un problema grave, pero sí lo es en EE.UU. México sí es un productor importante de heroína. Existe la posibilidad, en esos dos frentes, de avanzar en el entendido, real, de que el problema central sigue siendo la cocaína. No porque México sea productor, que no lo es, pero sí es un conducto para la cocaína que viene sobre todo desde Colombia y, en menor medida, de Bolivia y Perú.

-En el libro se habla de sellar la frontera sur. ¿Cómo se llevaría a cabo?
-Esto no es algo nuevo. Se había sugerido desde el 98. Desde la época de Zedillo. Que se ha tratado de hacer en la frontera como tal: tierra, mar y aire. Se ha tenido algo de éxito en la parte aérea con avionetas y pistas clandestinas. Mucho menos en la parte terrestre y, sobre todo, en la marítima. Pero lo que han descubierto los funcionarios -que son los mismos, como Eduardo Medina Mora, que estaba en la Seguridad Pública con Fox y ahora en la PGR con Calderón- es que es más factible sellar todo esto en el istmo de Tehuantepec.

-¿Por qué?
-Es muy angosto. Son 215 kilómetros. Es plano. Es fácil de vigilar en la parte aérea y terrestre. En la parte marítima tiene la ventaja de que se puede concentrar recursos y fuerzas en los mares de ambos lados, desde una zona muy centralizada. De todo punto de vista es mucho más fácil sellar ahí, que es el lugar más angosto del país, que en la frontera con Guatemala, que está un poco más al sur.

Están todos podridos.
-Ahora, si el gobierno mexicano quisiera poner en práctica este sellado ¿podría hacerlo? ¿Habría consenso entre la mayoría de las fuerzas políticas para hacerlo?
-Depende, porque hay un problema de cooperación de los EE.UU. en esto. México no puede hacerlo solo. Se necesitaría mucho apoyo americano. De dinero, de equipos, de asesoría, de tecnología, de inteligencia. Mucho más de lo que contempla esta cosa que se llama Iniciativa Mérida. Y no sabemos cómo reaccionarían las fuerzas políticas mexicanas ante ese tipo de cooperación mucho más agresiva. Invasiva, llamémosla así.

-Avanzar más en el tema de la legalización de la droga, ¿podría ser parte de la plataforma electoral de futuros candidatos a la presidencia?
-Tanto así no sé si lo quieran tocar. Es un tema muy radioactivo en México o en cualquier país. Hacer campaña sobre estos temas me parece muy delicado. Me parece más probable que, conforme vaya avanzando la tendencia en EE.UU. -y va avanzando muy rápidamente-, tal vez se pueda lograr que México avance también y que el gobierno adopte una postura un poco más ilustrada. En EE.UU. se está generando una inercia muy fuerte a favor, por lo menos, de la despenalización -llamada médica que, en realidad, es total- de la marihuana. Hay cinco estados adicionales que en los próximos meses van a votar, y probablemente aprobar, leyes locales. Y Obama ya claramente dijo que ya no iba a imponer la aplicación de las leyes federales prohibicionistas en los estados que hubieran aprobado leyes de descriminalización. Eso se vuelve un aliciente para que otros estados hagan lo mismo.

-Finalmente, volviendo a México. ¿Podría ser que un saldo positivo de toda esta guerra fallida contra las drogas fuese la creación de una policía nacional unificada de mejor calidad?
-Eso es lo que gente como yo hemos venido proponiendo desde hace muchos años. No de ahora. Siguiendo un poco el modelo de Carabineros de Chile, justamente. Esto no ha sucedido, aunque empezó Zedillo a hacerlo en 98 y Fox trató de ir por el mismo camino, pero no encontró el dinero. Y Calderón también, pero no ha tenido la voluntad política ni la eficacia ni la posibilidad de realmente avanzar. Se dice que se está en la víspera de avances muy importantes en esta materia. Pero es sólo un “se dice”.

-¿Cuál es el problema?
-El problema que hay aquí es doble: se necesitan los efectivos. Gente que haya sido entrenada, formada, equipada en la nueva academia de policía durante un período suficiente como para formar parte de esta policía, siguiendo, insisto, el ejemplo de Carabineros; pero también se necesita crear las condiciones legales y políticas con los municipios y los estados. No sirve de nada que, en lugar de que haya ahorita 25 mil tropas operacionales de la Policía Federal, haya 100 mil si hay 400 mil municipales y estatales que todos están podridos. Que no sirven de nada. Tiene que ser sustitutivo. Tienen que ir poco a poco pasándole la seguridad y el trabajo policíaco, los estados y municipios, a la federación. Pero eso no va a suceder mientras no haya suficientes efectivos, y no va a haber suficientes efectivos mientras no existan las condiciones políticas.

-El PAN enfrenta en las próximas elecciones presidenciales la posibilidad de perder. ¿Cabe esperar que el PAN se renueve? ¿Qué haya una nueva generación de dirigentes que estén dispuestos a generar este tipo de reformas?
-Bueno, Calderón de algún modo es una nueva generación. Pero, pues se ha visto muy limitado por las circunstancias, por su partido y por sus propias características. Creo que bajo determinadas condiciones el PAN puede volver a ganar la elección presidencial. No soy de los que piensan que el PRI está condenado a ganar o mucho menos. Sin embargo, depende de que el PAN tenga una agenda. Y por el momento, no tiene una agenda para 2012.

Wednesday, October 14, 2009

El imperio de las mujeres. Cuentos en lugar de hacer el amor

Dice Octavio Paz en La llama doble que la relación entre erotismo y poesía es tal que puede decirse que el primero es una poética corporal y la segunda es una erótica verbal. “Ambos están constituidos por una oposición complementaria”. Y agrega: “lo que nos han dicho los poetas, los dramaturgos, los novelistas, sobre el amor no es menos precioso y profundo que las meditaciones de los filósofos.”

Un aserto que bien puede aplicarse a esta narrativa erótica: exploración profunda en los veneros de nuestras pulsiones más básicas y ocultas. Porque hablar de la literatura de Aguilera Garramuño es evocar su prosa precisa y cadenciosa puesta al servicio del diablo de la pasión. Infatigables, su mirada y su pluma recorren los parajes y las costas del erotismo más desenfrenado y jocoso de estos solemnes lares latinoamericanos. Sin preocuparse por los lineamientos y las políticas de género (sobre todo por su dichosa perspectiva), Marco Tulio plantea una incógnita permanente en su visión de narrador: la mujer en todas sus edades, en todos sus colores y medidas. Una vez enfrentado al problema, invariablemente llegará el segundo: cómo llevar a esa mujer a la cama (o al elevador, al suelo de la selva o al baño más a mano). Los cuentos y novelas de Marco Tulio son un alarde de excelencia: prosa cargada de un humor ácido e irreverente. Y ésta es quizá la característica más deleitable de las campañas cortesanas de sus personajes despistados pero empeñosos: no dejar títere con cabeza, pues todo hombre debe dejarse caer en la tentación, así sea un científico del sexo, un maestro universitario o un honorable y aburrido burócrata. Como se asienta en el cuento que da nombre al libro: “Todo hombre guarda bajo la piel a dos entidades: una timorata, temblorosa, que ve en cada mujer a una leona; y otra entidad osada, irresponsable, prepotente, que exige que todas las mujeres se le entreguen de manera inmediata.” Todos, así, comparten el pequeño vicio del sexo y sus aláteres como tema de vida, punto de llegada, razón de ser, de pensar, de actuar. Para sus personajes, más allá del sexo no hay más que nuevas conquistas. Cada horizonte –desde una calle citadina hasta la agobiante selva amazónica–, ofrece al oficiante de los misterios de Venus inéditas y excitantes posibilidades de encuentros eróticos de los cuales puede salir el lector regocijado, ofendido o hasta cómplice de pedófilos, casanovas de parque, buscadores de insectos, bibliotecarios que persiguen sirvientas o tímidos acosadores de oficina.

En la mayor parte de estos cuentos, sin embargo, el erotismo es sobre todo una tensión que recorre las experiencias de personajes que no siempre concretan las tentativas que les dictan sus pulsiones; protagonistas que, en lugar de hacer el amor, enfrentan circunstancias que los disuaden de consumar la cópula anhelada. Dispositivos de la aciaga realidad que retardan o impiden la entrega inmediata de la hembra. Así sucede en el primer cuento de esta colección, “La sonrisa en la espesura”, cuando el protagonista, en lo profundo de la selva, decide dejar de resistirse a las provocaciones de una apetecible indígena huitota:

Me arrimé y le quite los calzoncitos. Sentí que muy cerca de nosotros había algo anormal, una presencia maligna, tal vez una pantera… Tembloroso alumbré su sexo y vi que de él escurría una materia amarillenta, densa, que parecía viva. Quise imaginar que era el líquido del amor e intenté verificarlo. Palpé su textura mucilaginosa, su pálpito, y en cuanto me llevé los dedos a la nariz, fui embestido por un hedor espantoso, como jamás he olido ni creo oleré. Eché a correr y llegué azotado por convulsiones al campamento. Duré hasta el amanecer tembloroso.

O en el relato que cierra la colección de relatos, “La pequeña historia de Lina María”, donde una niña silvestre que camina descalza por los verdes alrededores plagados de pájaros, gualandayes, platanares, lleva al encandilado escritor a la espesura para que le cuente una historia de amor: “A la luz de la luna entre las frondas vi el brillo de sus ojos y supe que en aquel instante de mi vida debía cumplir una misión sagrada: contar para Lina María la más bella historia de amor, luego darle un beso y despedirme para siempre. Eso fue lo que hice.” Quizá la ingenua coquetería de la muchacha, su indefensión frente a la magia erótica de un artero contador de historias, son elementos que apelan a la conciencia del escritor, quien se aleja sin consumar el acto. Aguilera Garramuño deja al lector en estado de gracia, maravillado frente a esa otra forma de lo erótico: la pérdida del sujeto anhelado y su hegemonía sobre la memoria.

Otros relatos como “La farsa y la gloria” y “El perro de la Sinfónica” se alejan en apariencia de la veta erótica, la sustituyen, se ponen en su lugar. Y, sin embargo, despliegan una tensión de vísperas y ensueños reconcentrados que no puede sino venir de la parte más anhelante de nuestra sensibilidad. Así que, aún apartándose de la descripción del cortejo y su impredecibles logros, estos textos confirman otro aserto de Paz: “El erotismo no es mera sexualidad animal: es ceremonia, representación. El erotismo es sexualidad trasfigurada: metáfora.”

El imperio de las mujeres. Cuentos en lugar de hacer el amor, es el volumen con el que Aguilera Garamuño cierra una trilogía que abrió con Cuentos para después de hacer el amor (Punto de Lectura, México y España; Plaza y Janés, Colombia) y continuó con Cuentos para antes de hacer el amor (Educación y Cultura, México, 2007). Un plan que ya nos había anticipado Aguilera Garramuño y que, sin duda, obedece a la visión aglutinante de este autor que, al aparecer La noches de Ventura, anunció la escritura de una serie de novelas bajo el título general de El libro de la vida, de las dimensiones y calidad de La crucifixión rosada o En busca del tiempo perdido. Una literatura que pretende narrar, y lo ha hecho en sus cuentos y novelas, la historia de una sensibilidad exaltada.

Tuesday, October 13, 2009

Jugoso premio para tricolores


Cuauhtémoc
Cada jugador dispondrá diariamente de aproximadamente 5 mil 300 pesos para gasts


Más de 11 millones de dólares por parte de la FIFA serán los que se asegure la FMF a través de la Selección Nacional con la clasificación al Mundial Sudáfrica 2010.

Con la sola obtención del boleto a la justa mundialista en suelo africano, el Tricolor recibirá un premio aproximado de 10. 3 millones de dólares.

Además, la FIFA entrega una cantidad a cada Federación para gastos de hospedaje y traslado de toda la delegación a la sede mundialista. Para el Mundial en Sudáfrica tiene considerada una cifra aproximada de 850 mil dólares, lo que elevará el ingreso del Tricolor, vía FIFA, a 11.1 millones de dólares.

Las cifras oficiales las dará a conocer la FIFA en la primera semana de diciembre, en el marco del sorteo de grupos para la Fase Final de la Copa del Mundo, aunque previamente anunció un incremento del 80 por ciento con relación a los premios del Mundial pasado, Alemania 2006.

Los equipos que acudieron a Alemania ganaron de entrada 5.7 millones de dólares, cantidad que incrementaron los que avanzaron en las distintas fases del torneo. El aumento del 80 por ciento significaría el premio a 10.3 millones de billetes verdes.

Y hay más. El organismo rector del futbol mundial también otorga dinero para viáticos diarios, con una cantidad de alrededor de 400 dólares para cada integrante de un representativo nacional, en donde se incluye a cuerpo técnico y distintos miembros de la delegación, hasta llegar a un máximo de 45 personas, lo que deriva en 18 mil dólares al día.

Si avanza en las distintas fases el premio base se incrementa. Italia, campeón del mundo en el 2006, ganó cerca de 19 millones de billetes verdes, por lo que el ganador en Sudáfrica 2010 podría agenciarse casi 34 millones de dólares.

La FIFA también da premios por jugador, pero sólo en caso de llegar a la instancia de Cuartos de Final, el famoso "quinto partido" que se le ha negado al Tri. En Alemania concedió 43 mil dólares a cada futbolista de un equipo ubicado entre el quinto y el octavo lugar. Para Sudáfrica esta cifra podría alcanzar los 77 mil billetes verdes.

A todas estas cantidades habrá que aumentar el dinero que la FMF disponga para premios de los ingresos por patrocinios, además del dinero por los derechos televisivos que explota Televisa y TV Azteca.

No hay bonos extraordinarios

Los ingresos para el Tricolor al clasificar al Mundial no sólo vendrán de FIFA, también de los patrocinadores.

La FMF firmó en el 2006 a cuatro patrocinadores máster: Adidas (88 millones de dólares hasta 2014), Movistar (15 mdd hasta 2010), Banamex (16 mdd hasta 2010) y Coca Cola (18 mdd hasta 2010).

Además, la Federación realizó convenios con otros sponsors "secundarios" como Grupo Modelo, Aeroméxico, Rexona, Toyota, Lala, Warner Bros., Motorola y Sony Ericsson.

De acuerdo a una fuente perteneciente al área de mercadotecnia de uno de los patrocinadores máster, al menos su firma no dará un bono extra a la FMF por la clasificación al Mundial en el entendido de que son pagos genéricos y ya el organismo futbolero se encarga de distribuirlo como crea correspondiente. Una de esa posibilidades es el cubrir los premios para los jugadores.

Agregó la fuente que muy probablemente el resto de los patrocinadores máster están en la misma situación, ya que los acuerdos fueron en esencia muy similares con la FMF.

Contratos millonarios

Estos son los montos monetarios y el tiempo por el que firmaron en 2006 los 4 patrocinadores llamados "master" con la FMF para estar al lado de la Selección Nacional.

Adidas (Alemania)
Ropa deportiva
88 millones de dólares
hasta el Mundial 2014

Movistar (España)
Telecomunicaciones
15 millones de dólares
hasta el Mundial 2010

Banamex (México)
Institución de crédito
16 millones de dólares
hasta el Mundial 2010

Coca Cola (Estados Unidos)
Refrescos
18 millones de dólares
hasta el Mundial 2010

Patrocinadores 'secundarios':
Grupo Modelo
Aeroméxico
Rexona
Toyota
Lala
Warner Bros
Motorola
Sony Ericsson

Friday, October 9, 2009

Obama, the Nobel Prize and What It All Means


The stunning choice of President Obama as the winner of the 2009 Nobel Peace Prize -- announced early this morning in Oslo -- comes at a critical juncture both domestically and internationally for his administration and has the potential to give him a political boost in each arena moving forward.

Just one week ago, Obama's image took a blow -- how big or small depends largely on where you stand on the partisan spectrum -- when, just hours after he traveled to Copenhagen to personally make the case for Chicago to host the 2016 Olympics, his hometown was the first city eliminated in the International Olympic Committee's vote.

The peace prize should quickly erase the memory of that embarrassment for Obama and restore his image as a respected player on the world stage in the eyes of the international community.

(In truth, Obama's numbers have never seriously lagged in foreign countries; a September "Transatlantic Trends" poll sponsored by the German Marshall fund found that 77 percent of the members of the European Union and Turkey supported the president's handling of international affairs.)

On the domestic front, Obama's new image as a Nobel Peace Prize winner will most directly affect the ongoing debate over troop levels in Afghanistan.

The issue has, to date, badly divided Obama's own party as well as the American public. In a Pew poll conducted late last month, 50 percent favored keeping U.S. troops in the country while 43 percent voiced support for removing all troops. Obama has not made any formal decision on next steps in the country but reports suggest that he will not reduce the number of U.S. troops, a decision that will not please many in the liberal wing of his party.

Winning the Nobel Prize will allow Obama to go to his divided Democratic caucus and make the case far more forcefully that the time is now to stay united behind him on Afghanistan. It isn't a silver bullet solution as many liberal members have strongly held beliefs on the issue that aren't likely to change simply because Obama is a Nobel Prize winner, but for many who are on the fence, the prize may be just the thing that pushes them onto Obama's side.

In terms of health care, the other major legislative fight roiling Congress at the moment, the impact (if any) is far less clear. While winning such a prestigious prize will surely create a bit of momentum for Obama within the halls of Congress, it's hard to see this as a game-changer in a legislative fight that has been going on for so many months and where the battle lines are so clearly drawn.

The political downside of winning the prize? Expect some Republicans -- and, particularly, conservative talk show hosts on television and radio -- to focus on the idea that Obama is such a beloved figure on the world stage because he has essentially capitulated to the demands of the international community.

Remember that when President Obama was greeted with huge crowds and limitless adoration as he traveled through Europe as a candidate, Sen. John McCain (R-Ariz.) was able to turn his international popularity against him, raising questions about whether Obama was ready to stand up for America's interests. Although this event lacks the same campaign context, the same arguments will likely be made by some within the GOP.

In politics, it is often the unexpected event that packs the most punch. And, the president winning the Nobel Peace Prize after just nine months in office qualifies as among the more unexpected turns of events in recent political history. It's clear that the honor should strengthen Obama's hand within his own party in the short-term but how long that newfound political capital lasts -- and whether it has any impact on his outreach to Republicans -- remains to be seen.

Friday, September 18, 2009

Norberto Bobbio: Un realista político

Este año se celebra el centenario del nacimiento del filósofo italiano cuya obra impactó decisivamente la evolución de la cultura política no sólo de su país sino también la de buena parte de América Latina. Sus célebres debates con los más importantes marxistas de la segunda mitad del siglo XX, en efecto, pusieron en evidencia los límites y las aporías de una ideología y de una forma de entender la política que marcó profundamente la historia mundial, sobre todo en la que el historiador inglés Hobsbawm (1995) ha denominado la edad de los extremos, el siglo breve que comenzó con la Revolución Bolchevique en 1917 y terminó con el derrumbe del Imperio Soviético en 1991. Sin ceder nunca a las tentaciones del anticomunismo y menos aún del antimarxismo, los esclarecedores y rigurosos ensayos de Bobbio permitieron comprender a muchos que el marxismo había sido sin duda una ideología capaz de suscitar la movilización de impresionantes energías morales, así como el compromiso incondicional de innumerables y notables intelectuales con la causa de los oprimidos y de los explotados, pero que, al mismo tiempo, paradójicamente, había impedido a buena parte de los destacamentos y organizaciones de izquierda reconocer, por su ceguera política constitutiva, que la democracia liberal moderna no era un mero expediente táctico para alcanzar la sociedad emancipada, socialista o comunista, sino la condición necesaria de cualquier política civilizada y progresista (Bobbio, 2006a; 1997a).

El inmenso fracaso del proyecto comunista, que Bobbio entendió siempre como una tragedia y no sólo como algo celebrable, o peor aun como justo castigo por haber tratado de abolir la propiedad privada y las ingentes desigualdades sociales, en buena medida tuvo que ver, efectivamente, con una concepción revolucionaria de la política que no sólo se desentendía de los problemas del ejercicio del poder, y por ende del papel del derecho positivo y de las instituciones, sino que inexorablemente derivaba en tiranías, dictaduras y Estados totalitarios, que el propio marxismo hacía imposible pensar seriamente. Y la culpa no era solamente de las omisiones o errores teóricos de Marx o de Engels, sino de una ideología cerrada a las lecciones de la historia y de los clásicos, así como a las aportaciones teóricas hechas desde otras perspectivas; una ideología que convertía al principio de autoridad en el único criterio de verdad de los debates y elaboraciones teóricas. Todo lo que no caía dentro del rígido marco de esta ortodoxia sacralizadora de los textos de Marx y sus discípulos autorizados, no podía ser sino un engaño, un invento o una traición a la causa invencible del socialismo científico, por más que estuviera avalado por una inmensa documentación empírica, así como por el sufrimiento de millones de seres humanos. De esta manera, ese proyecto que se proponía alcanzar la sociedad emancipada, superando al fin la violencia y la desigualdad que hacen de la historia un inmenso matadero de hombres (Hegel), dio vida más bien a “la utopía trastocada” de los socialismos reales, esto es, a sociedades sometidas a regímenes totalitarios que negaban todos los ideales y valores que pretendía realizar (Bobbio, 1995a).

Por eso, este fracaso era para Bobbio una tragedia, pues a diferencia de otros nunca redujo el marxismo a “opio de los intelectuales” (Aron) o a un proyecto de “exterminio de una clase social” (Nolte), sino siempre supo reconocer en él problemas, ideales y valores de justicia social y de libertad que hoy, en virtud de la ostentosa hegemonía global de poderes e ideologías reaccionarias y derechistas, parecen haber sido olvidados incluso por las fuerzas y organizaciones que se pretenden, de manera más o menos retórica y confusa, “de izquierda”. El abandono del marxismo, que para Bobbio habría tenido que llevar a la construcción de una izquierda reformista, realmente democrática y realmente comprometida con el desarrollo y la garantía efectiva de los derechos sociales, más bien tendría como consecuencia la ruptura de buena parte de esos destacamentos “de izquierda” con el mundo de la cultura, con el mundo, esto es, de las elaboraciones teóricas, de los debates rigurosos, del compromiso serio con principios y valores igualitarios e ilustrados. La mayor parte de esas fuerzas, en Italia y en América Latina, pasó así del doctrinarismo más dogmático al pragmatismo más ciego cuando no cínico. La dimensión electoral de la democracia, antes aceptada apenas a regañadientes, se convirtió para ellas en la única dimensión relevante, reducida además a una más bien frívola y estridente competencia por alcanzar, con cualquier medio, popularidad en el espectáculo en el que los medios han convertido a la política en nuestros días. Como apuntaba con su realismo peculiar el propio Bobbio, una sociedad dominada por esos medios es “naturaliter de derecha”.

En este sentido, la pretendida victoria de Bobbio sobre los marxistas no dejaría de tener secuelas amargas para el propio profesor italiano. Por un lado, en el mundo de la cultura aparecieron modas filosóficas y teóricas totalmente desconectadas de la realidad política, que, so pretexto de limitarse a proponer modelos puramente normativos sobre la justicia, sobre el fundamento racional del consenso, sobre el republicanismo o el multiculturalismo, se despreocupaban casi totalmente de los problemas de la vialidad, efectividad y consecuencias de dichos modelos. Sin duda existen excepciones, pero es difícil sustraerse a la impresión de que en los debates académicos actuales impera un profundo desprecio por la triste realidad, en beneficio de una especie de escolasticismo en el que, paradójicamente, lo único relevante es “estar al día”, es decir, citar a los autores de moda. Poco importa la relevancia política o la relación con la realidad empírica, pues la política, en los hechos aparece como cuestión exclusiva de los políticos. Y, por otro lado, en el mundo de la política, los argumentos, las ideas, las propuestas fundadas en efecto parecen haber perdido toda relevancia en la medida en que lo único que importa es la retórica hueca, las ocurrencias estridentes y la popularidad mediática de los candidatos a lo que sea.

En este contexto quizá no sobre intentar reconstruir los aspectos esenciales de una de las características más notables de la extensa, diversa y dispersa obra de Bobbio: la que tiene que ver con su realismo político, que tantas veces ha sido denunciado como expresivo de una postura conservadora[1] y escéptica más propia de autores claramente de derecha que de un intelectual que siempre pretendió colocarse a la izquierda.

ENTENDER ANTES QUE DISCUTIR, DISCUTIR ANTES QUE CONDENAR

A lo largo de la historia del pensamiento político occidental puede observarse un conflicto interminable entre las doctrinas idealizadoras y doctrinas realistas del poder y de la política. Pertenecen a las primeras no sólo las que proponen modelos explícitamente utópicos como criterios para criticar la realidad existente, sino también aquellas que idealizan como modelo normativo ciertas realidades políticas, como por ejemplo la Atenas democrática, la Esparta o la Roma republicanas. Pero también pueden denominarse idealizadoras las teorías que, consciente o inconscientemente, definen eulógicamente la política incluyendo en su definición determinados valores o fines que excluyen como no políticas determinadas formas de lucha o ejercicio del poder. Platón y Moro son un ejemplo de constructores de utopías; Cicerón y Rousseau ilustran la idealización de ciertas realidades políticas vistas como edad de oro; y Aristóteles, Locke y en cierto sentido Crick y Arendt pueden verse como promotores de definiciones eulógicas de la política y del poder político. Frente a esta tendencia idealizadora surge el realismo político, que también conoce diversas modalidades y motivaciones, pero que se caracteriza, en primer lugar, porque se propone comprender, como decía Maquiavelo, la verdad efectiva del poder y de la política, asumiendo, en segundo lugar, su naturaleza esencialmente conflictiva e incluso demoniaca. A esta tendencia pertenecen historiadores antiguos como Tucídedes, sofistas como Protágoras o Gorgias, filósofos teologizantes como San Agustín, filósofos modernos como Hobbes, Spinoza y Hegel, pensadores conservadores como Burke, De Maistre y Donoso Cortés, pero también antifilósofos como Marx, Weber, Pareto y Mosca y juristas tan contrapuestos como Kelsen y Schmitt (véase la definición que el propio Bobbio [1999a] propone en su ensayo “Marx, lo Stato e i classici”).

Ya este elenco de autores pone en evidencia que el realismo político es compartido por autores de todo tipo, progresistas o reaccionarios, autoritarios o democráticos, pues lo que lo distingue no son los valores o ideales políticos que promueve sino el modo de aproximarse a la realidad política (se trata de entenderla antes que de evaluarla) así como ciertos supuestos básicos acerca de su naturaleza conflictiva y acerca de sus medios peculiares, la fuerza y la coacción. La recurrente idea de que el realismo político es necesariamente conservador y autoritario se ve claramente desmentida si consideramos realistas a Kelsen, a Marx, a Spinoza o al propio Maquiavelo. Seguramente existen algunas afinidades entre cierto tipo de (hiper)realismo político con posturas conservadoras y autoritarias. Un hiperrealismo que niega ya sea la relevancia de principios, valores e ideales, reduciéndolos a meras manipulaciones, al estilo de Pareto o de Mosca; o que, al estilo de Burke, abusa de las retóricas de la reacción (como las denomina Hirschman [1991]) para denunciar cualquier proyecto progresista, o que acentúa exageradamente la malignidad de la naturaleza humana para exigir poderes autocráticos y hasta violentos. Y sin duda, el pesimismo consustancial del pensamiento conservador no pocas veces le ha permitido detectar realidades efectivas e incómodas de la política y el poder. Pero no habría que olvidar, por otro lado, que por su parte pensadores y filósofos idealizantes también han asumido posturas autoritarias y conservadoras.

Ahora bien, por razones que no viene a cuento examinar aquí, la reivindicación de la razón práctica en la segunda mitad del siglo XX que ha posibilitado el renacimiento de la filosofía política ha tenido fuertes acentos antipositivistas y antihistoricistas. Lo que ha conducido a reducirla a un normativismo extremo y abstracto en rotunda oposición a las llamadas ciencias sociales. Sea bajo modalidades neocontractualistas, sea bajo formas neoaristotélicas o dialógicas, la mayor parte de los debates contemporáneos de filosofía política parecen colocarse dentro del campo de las teorías evaluativas o normativas y por ende idealizadoras, dejando el problema de la realidad efectiva de la política a historiadores, sociólogos o politólogos. Y en este contexto la extensa obra de Bobbio aparece como una excepción e incluso como una anomalía, pues como señala él mismo la mayoría de sus textos se proponen entender y no evaluar la endemoniada y frustrante realidad de la política, mediante lo que en ocasiones denomina teoría general de la política o, menos ambiciosamente, mediante la elaboración y reelaboración de un diccionario político que se sustenta esencialmente en la lección de los clásicos pero también, aunque secundariamente, en las lecciones de la historia.

La preferencia bobbiana por la función cognoscitiva de la teoría o filosofía política es el resultado de una evolución intelectual que lo conduce a asumir, por una parte, una distinción fuerte entre juicios de hecho, que pueden ser verdaderos o falsos y que por ende pueden verificarse o falsificarse, y juicios de valor que, en cambio, siendo expresión de necesidades y experiencias, sólo pueden aceptarse o rechazarse. Tomar posesión cognoscitivamente del mundo es el papel fundamental del investigador que quiere entender la realidad; tomar posición frente al mundo, en cambio, es la función del ideólogo, del político o del ciudadano, que justamente se interesa no en comprobar o demostrar algo, sino en persuadir a los demás de la validez o justicia de determinados valores y posturas frente al mundo. Pues, por otra parte, siendo los valores y los ideales resultado, como se decía antes, de determinadas necesidades y experiencias, son también, inevitablemente, plurales, diversos y hasta conflictivos entre sí. De ahí que la pretensión idealista de demostrar racionalmente la validez o, peor aún, la verdad de determinados principios normativos sea no sólo imposible sino, además, falaz y en el fondo autoritaria, pues pretende suprimir justamente ese inexorable pluralismo conflictivo de los valores. Ciertamente la mayor parte de la historia de la filosofía ha estado dominada por la pretensión contraria, esto es, por la suposición de que era posible alcanzar un fundamento absoluto, demostrable racionalmente, para determinados valores. Pero esa misma historia muestra claramente la imposibilidad de alcanzar ese objetivo: ni la naturaleza, ni la voluntad de Dios, ni la historia han podido convertirse en ese fundamento inconmovible e indiscutible de la verdad o validez universal de determinados valores.

Esto no significa que no se pueda discutir acerca de los valores o que no se puedan justificar mediante argumentos más o menos razonables. Pero la justificación mediante razones de los mismos en todo caso tiene que partir de ciertos valores últimos, de ciertos principios considerados como supremos o fundamentales, que, como tales no pueden ser ellos mismos justificados. Lo que en todo caso cabe hacer para una filosofía consciente de sus límites, para una filosofía que no quiere ser la exposición de una concepción del mundo, sino metodología analítica y empírica, respetuosa del pluralismo y de la irreductibilidad de las creencias últimas, es describir el o los significados de los valores, esclareciendo así lo que está en juego en su aceptación o en su rechazo. Es esa descripción la que puede ser verdadera o falsa, y la que permite ponerse de acuerdo, incluso entre quienes, de cualquier manera seguirán en desacuerdo respecto de la validez o jerarquía de esos valores. Justamente por eso es que existe la política, el conflicto y la democracia que, en última instancia se fundan en el politeísmo de los valores, en la diversidad y pluralidad de las opciones axiológicas, en la distancia que separa y separará siempre los ideales de sus realizaciones. Por lo demás, aun asumiendo sin conceder que se pudiera demostrar racionalmente la validez de algún valor, restaría la pregunta sobre la posible relevancia política de dicha demostración: para los que viven en situaciones de miseria, por ejemplo, ¿les parecería significativa la prioridad lexicográfica de las libertades sobre la igualdad? (Bobbio, 1997b).

Hasta aquí, Bobbio muestra haber asimilado las lecciones metodológicas de Weber sobre los límites del conocimiento verificable. Pero, en realidad, asume estas lecciones en una perspectiva muy diferente. Lejos de que este pluralismo irreductible le conduzca a ver en los valores e ideales el resultado de fuerzas puramente irracionales, que necesariamente desembocan en una guerra de los dioses que hace necesario apelar al carisma y a la inspiración religiosa, para Bobbio se trata justamente de verlos como consecuencia de experiencias y necesidades humanas que es necesario reconocer y entender, para poderlas discutir y, en cierto sentido civilizar con la mayor tolerancia posible. El propio esclarecimiento conceptual y analítico del contenido de los valores políticos, al que el profesor italiano ha dedicado tantos ensayos, puede servir para relativizar el relativismo y el pluralismo conflictivo de los valores, para buscar si no armonizarlos de una vez y para siempre, sí para conjugarlos y combinarlos y sobre todo para desacralizarlos de manera que el debate sobre los mismos sea posible y fructífero para todos. Este es precisamente el papel democrático y liberal de una teoría o filosofía política que no busca usurpar la capacidad y la libertad de los ciudadanos para comprometerse con determinados ideales, sino, con todo el escepticismo del mundo, esclarecerlas.

En este sentido se entiende, también, que para Bobbio la tarea más urgente no sea la justificar racionalmente determinados valores, la de fundamentarlos, sino la de hacerlos eficaces. De hecho, las declaraciones universales de los derechos humanos aprobadas por la ONU después de la Segunda Guerra Mundial son, para él, un signo de un posible progreso moral, de un aprendizaje trágico y difícil que ha permitido una especie de consenso mundial en relación a los valores implicados en el reconocimiento de esos derechos. Por eso, más que descubrir su fundamento racional, lo que hace falta es determinar las vías para garantizarlos, para hacerlos efectivos, lo que requiere un conocimiento serio, científico, de los medios adecuados para lograrlo. Y ese conocimiento no puede ya surgir sino de las ciencias empíricas de la sociedad y de la política, de ciencias capaces de especificar con realismo cabal los medios eficaces jurídicos, institucionales y económicos que permitan pasar de la mera declaración o reconocimiento formal de los derechos, a su realización al menos parcial. Lo que, por supuesto, no quiere decir que la tarea propiamente filosófica de precisar el sentido y los presupuestos de esos derechos deje de ser relevante, a fin de evitar la utilización abusiva del moderno lenguaje de los derechos fundamentales como retórica para defender ideales y valores totalmente incompatibles con ese sentido y esos presupuestos (un ejemplo es el de la prioridad de los supuestos derechos “colectivos” o de las comunidades sobre los derechos individuales).

HACIA UNA DEFINICIÓN REALISTA DE LA POLÍTICA Y EL PODER POLÍTICO

Frente a las definiciones teleológicas y eulógicas de la política, Bobbio insiste en que la política es conflicto, es lucha, es contienda interminable por conquistar, mantener, ejercer, organizar, resistir y derrocar el poder político. Un poder que tampoco se define por quién sabe qué fines nobles (el bien común, la justicia, la salud pública, etcétera) sino por un medio peculiar, la coacción, el uso exclusivo de la fuerza. Un poder que ciertamente tiene un fin mínimo, constitutivo, la configuración de un orden (relativamente) pacífico, que para lograrse ha de obtener la obediencia habitual y mayoritaria de los miembros de ese orden. Y que para lograr esa obediencia habitual y mayoritaria no sólo debe monopolizar el uso de la fuerza, sino también ha de legitimar ese monopolio, para hacer continua esa obediencia, para convertir esa obediencia en deber y no sólo acción prudencial. En este sentido, el poder político es poder sobre, es dominación, e implica sometimiento, limitación y regulación de la (o las) libertad( es) de todos los que viven en el ámbito territorial de un Estado determinado. Pese a lo que diga la retórica republicana, el poder político quizá nos libera de la violencia privada, del desorden horizontal, pero no nos hace libres en sentido propio, pues sólo limitando y regulando nuestra libertad salvaje, nuestro hobbesiano derecho a todo, podemos convivir pacíficamente. Y por eso el poder político, pese a lo que diga la retórica anarquista, es un mal necesario para evitar los males mayores que derivarían necesariamente de su inexistencia, pues no existe orden social pacífico sin ese monopolio de la fuerza legítima que puede criminalizar y sancionar el uso privado de la fuerza, esto es, la violencia (Cfr. Bobbio, 1999a, cap. III; Bobbio, 1999b).

Hasta aquí las definiciones que elabora Bobbio de la política y del poder político siguen fielmente las enseñanzas de Maquiavelo, de Hobbes y de Weber. Pero no se limita a repetir simplemente la lección de esos clásicos sino que, aprovechando la enseñanza realista de los teórico liberales y sobre todo sus estudios jurídicos asume que, justamente porque la política es esencialmente lucha por el poder político y el poder político es el poder que se apoya en la fuerza, es necesario plantear, desde la perspectiva de los gobernados, el problema de cómo civilizar, racionalizar y regular la lucha por el poder, así como el problema de cómo limitar y regular el ejercicio de ese poder. Lo primero para evitar que la lucha política degenere en guerra civil; lo segundo para impedir el abuso y la arbitrariedad de los que ejercen el poder. En los dos casos, la respuesta realista tiene que ver con el hecho de que el poder político requiere legitimarse mediante el derecho, esto es, mediante ordenamientos jurídicos capaces de organizar y racionalizar el uso de la fuerza, y de que la política, salvo en sus formas más degeneradas no puede ser entendida como mera lucha por el poder por el poder mismo. Por supuesto Bobbio sabe perfectamente que el problema de la legitimidad o legitimación del poder no se reduce jamás al problema de su legalidad o sujeción al derecho, lo mismo que sabe que tiranías, dictaduras e incluso regímenes totalitarios pueden perfectamente manipular el derecho como mera fachada de su arbitrariedad y de sus abusos. Sólo la división y separación de los poderes, sólo la representación política, sólo las técnicas institucionales y constitucionales que han dado vida al moderno Estado constitucional de derecho, vuelven posible que la artificial reason del derecho positivo sea no sólo expresión del poder político sino también regulación y limitación del poder político.

Poder y derecho constituyen así las dos caras de la misma moneda: el poder se legitima y se expresa a través del derecho, de la legalidad de la que es fuente fundamental, aunque no necesariamente exclusiva. El derecho a su vez, como conjunto más o menos coherente de normas vinculantes disciplina y regula el ejercicio pero también las formas legítimas de acceso al poder. Tal es al menos el principio de un verdadero Estado de derecho y de una democracia auténtica, aunque en los hechos siempre exista una cierta distancia, mayor o menor, entre ese principio y sus realizaciones históricas concretas. Por eso, dice tajantemente Bobbio, la separación, y peor aún, la oposición entre legalidad y legitimidad nos habla de una situación de crisis, pues significa la sustitución del gobierno de las leyes por el gobierno de los hombres, sea cual fuere la legitimación, carismática o tradicional religiosa de este último. Después de todo, concluye Bobbio, tan riesgoso es un poder sin derecho, es decir, un poder tiránico o despótico, como un derecho sin poder, esto es, un ordenamiento jurídico ineficaz que sólo sirve de pantalla a los poderes de facto (Cfr. Bobbio, 1999a, cap. IV).

LA SINGULARIDAD DEL REALISMO POLÍTICO DE BOBBIO

Aunque como hemos visto el realismo de Bobbio se alimenta tanto metodológica como sustancialmente del realismo político de autores como Maquiavelo, Hobbes, Marx y Weber, lo cierto es que también se distingue claramente de las conclusiones que todos estos autores derivan de ese realismo. En el caso de Maquiavelo, autor que por lo demás nunca aborda detenidamente, Bobbio le reconoce haber mostrado que la política es siempre, inevitablemente lucha por el poder, pero a diferencia del florentino, no considera que esa lucha deba desarrollarse como continuación de la guerra utilizando la fuerza y el fraude como los únicos medios eficaces. De hecho, la democracia es precisamente un procedimiento que debe servir para civilizar e institucionalizar esa lucha convirtiéndola en competencia pacífica por conquistar el apoyo y el consenso de los gobernados. Por eso, también, la democracia así entendida es la forma de gobierno que hace posible el mayor acercamiento o, si se quiere, la menor incompatibilidad entre los imperativos políticos y los imperativo morales; que hace posible, en otras palabras, la política entendida también como deliberación, negociación y compromisos entre adversarios recíprocamente legítimos, y no sólo como conflicto mortal entre enemigos (Cfr. el ensayo “Ragione di Stato e democrazia”, en Bobbio, 2006b).

En relación a Hobbes, seguramente el clásico más influyente en el pensamiento político de Bobbio (como reconocen tanto Bovero [2005] como Portinaro [2005]; véase también Portinaro [2008]). Este último reconoce su deuda no sólo metodológica sino sustancial, reivindicando la relevancia teórica del modelo iusnaturalista hobbesiano, así como la pertinencia de los supuestos antropológicos pesimistas del filósofo inglés, pero se distancia radicalmente de sus conclusiones absolutistas, transformando ese modelo contractualista en un modelo para pensar los tres pactos constitutivos de un orden político democrático: el pacto en el que todos renuncian a la fuerza para dirimir sus conflictos y sus diferencias; el pacto en el que se establecen las reglas para encauzar esos conflictos; y el pacto que crea el poder super partes que garantiza el respeto de dichas reglas (véase el cap. “Democrazia e sistema internazionale”, en Bobbio [1995b]).

En lo que a Marx respecta Bobbio le reconoce haber roto con la filosofía y la ideología que presentan al Estado como un ente de razón y no como lo que real e históricamente es y ha sido; un aparato de fuerza y de coacción. Le reconoce igualmente haber mostrado la creciente importancia de los poderes económicos capitalistas y sus terribles consecuencias sociales cuando dichos poderes actúan impunemente. Pero le reprocha en cambio haber desconocido la importancia del derecho y de los derechos civiles y políticos, como precondición para que pueda existir una democracia digna de ese nombre y por ende para un verdadero progreso de la justicia social con libertad. Marx nos enseñó a colocarnos en el punto de vista de los oprimidos, explotados y marginados, de los condenados de la tierra, pero su más que optimista filosofía de la historia es en buena medida responsable de las consecuencias trágicas y hasta sanguinarias de esa utopía trastocada que fueron los socialismo reales.

Finalmente, Weber es también uno de los grandes maestros de Bobbio, del que asumió buena parte de sus lecciones metodológicas y de su realismo en torno al Estado y la política modernos. Pero Bobbio está lejos de compartir el pesimismo heroico weberiano que, en su horror por la jaula de hierro burocrática y de la eliminación de los espacios de libertad aristocrática, condujo al gran sociólogo alemán a apostar tanto por la política nacionalista de potencia, como a ver en los líderes carismáticos, esto es, en el gobierno de los hombres por encima del gobierno de las leyes, el único remedio para al menos frenar el proceso de burocratización del mundo moderno. Con las consecuencias que todos conocemos.

En todos estos casos, el realismo político surge como respuesta radical a lo que los diversos autores ven como una amenaza sea para su patria (Maquiavelo), sea para la paz (Hobbes), sea para las clases trabajadoras (Marx), sea, en fin, para la libertad y la civilización moderna (Weber). Consciente de la gravedad y de la profundidad de los problemas como buenos realistas, consideran indispensable recurrir a medidas extremas, radicales, violentas o beligerantes para enfrentarlos y resolverlos. En cambio, el realismo político de Bobbio saca una conclusión totalmente diferente: dada la complejidad y seriedad de los problemas lo que cabe promover no son soluciones de fuerza o soluciones puramente políticas, como si de la política cupiera esperar realmente “grandes cosas”, transformaciones totales, el surgimiento del hombre nuevo o la aparición de hombres providenciales. Más bien los hombres de cultura, los intelectuales, deben comprometerse con el papel de sembradores de dudas, de facilitadores del diálogo, de intransigentes defensores de esa pequeña luz que es la razón y que, de acuerdo a la mayor parte de la experiencia histórica, nos muestra que son las políticas moderadas, reformistas, orientadas a la negociación y el compromiso, las que permiten, si no resolver, al menos sí mitigar las dificultades y sufrimientos de las sociedades. No por nada el realismo político bobbiano culmina, justamente, en el elogio de la moderación (mitezza),[2] “la más impolítica (sic) de las virtudes”. ■

REFERENCIAS

Anderson, P. (1989), “Socialismo liberale. Il dialogo con Norberto Bobbio oggi”, suplemento del periódico l’Unità, 9 de noviembre.

Bobbio, N. (1995a), L’utopia capovolta, Turín, La Stampa.

Bobbio, N. (1995b), “Democrazia e sistema interna - zionale”, en N. Bobbio, Il futuro della democrazia, Turín, Einaudi.

Bobbio, N. (1997a), Né con Marx né contra Marx, Roma, Riuniti.

Bobbio, N. (1997b), “Sul fondamento dei diritti del uomo”, en N. Bobbio, L’età dei diritti, Turín, Einaudi.

Bobbio, N. (1999a), “Marx, lo Stato e i classici”, en N. Bobbio, Teoria generale della politica, Turín, Einaudi.

Bobbio, N. (1999b), Stato, governo e società, Turín, Einaudi.

Bobbio, N. (2006a), Compromesso e alternanza nel sis - tema politico italiano, Roma, Donzelli.

Bobbio, N. (2006b), “Ragione di Stato e democrazia”, en N. Bobbio, Elogio della mitezza, Milán, Il Saggiatore.

Bovero, M. (2005), “La teoria generale della politica. Per la riconstruzione del ‘modello’ bobbiano?”, en A.A. V.V., Norberto Bobbio: tra diritto e politica, Roma- Bari, Laterza.

Hirshman, A. O. (1991), Retóricas de la intransigencia, México, FCE.

Hobsbawm, E. J. (1995), Age of Extremes – The Short Twentieth Century, Pantheon Books.

Portinaro, P.P. (2005), “Realismo politico e dottrina dello Stato”, en A.A. V.V., Norberto Bobbio: tra diritto e politica, Roma-Bari, Laterza.

Portinaro, P.P. (2008), Introduzione a Bobbio, Roma, Laterza.