Friday, September 18, 2009

Norberto Bobbio: Un realista político

Este año se celebra el centenario del nacimiento del filósofo italiano cuya obra impactó decisivamente la evolución de la cultura política no sólo de su país sino también la de buena parte de América Latina. Sus célebres debates con los más importantes marxistas de la segunda mitad del siglo XX, en efecto, pusieron en evidencia los límites y las aporías de una ideología y de una forma de entender la política que marcó profundamente la historia mundial, sobre todo en la que el historiador inglés Hobsbawm (1995) ha denominado la edad de los extremos, el siglo breve que comenzó con la Revolución Bolchevique en 1917 y terminó con el derrumbe del Imperio Soviético en 1991. Sin ceder nunca a las tentaciones del anticomunismo y menos aún del antimarxismo, los esclarecedores y rigurosos ensayos de Bobbio permitieron comprender a muchos que el marxismo había sido sin duda una ideología capaz de suscitar la movilización de impresionantes energías morales, así como el compromiso incondicional de innumerables y notables intelectuales con la causa de los oprimidos y de los explotados, pero que, al mismo tiempo, paradójicamente, había impedido a buena parte de los destacamentos y organizaciones de izquierda reconocer, por su ceguera política constitutiva, que la democracia liberal moderna no era un mero expediente táctico para alcanzar la sociedad emancipada, socialista o comunista, sino la condición necesaria de cualquier política civilizada y progresista (Bobbio, 2006a; 1997a).

El inmenso fracaso del proyecto comunista, que Bobbio entendió siempre como una tragedia y no sólo como algo celebrable, o peor aun como justo castigo por haber tratado de abolir la propiedad privada y las ingentes desigualdades sociales, en buena medida tuvo que ver, efectivamente, con una concepción revolucionaria de la política que no sólo se desentendía de los problemas del ejercicio del poder, y por ende del papel del derecho positivo y de las instituciones, sino que inexorablemente derivaba en tiranías, dictaduras y Estados totalitarios, que el propio marxismo hacía imposible pensar seriamente. Y la culpa no era solamente de las omisiones o errores teóricos de Marx o de Engels, sino de una ideología cerrada a las lecciones de la historia y de los clásicos, así como a las aportaciones teóricas hechas desde otras perspectivas; una ideología que convertía al principio de autoridad en el único criterio de verdad de los debates y elaboraciones teóricas. Todo lo que no caía dentro del rígido marco de esta ortodoxia sacralizadora de los textos de Marx y sus discípulos autorizados, no podía ser sino un engaño, un invento o una traición a la causa invencible del socialismo científico, por más que estuviera avalado por una inmensa documentación empírica, así como por el sufrimiento de millones de seres humanos. De esta manera, ese proyecto que se proponía alcanzar la sociedad emancipada, superando al fin la violencia y la desigualdad que hacen de la historia un inmenso matadero de hombres (Hegel), dio vida más bien a “la utopía trastocada” de los socialismos reales, esto es, a sociedades sometidas a regímenes totalitarios que negaban todos los ideales y valores que pretendía realizar (Bobbio, 1995a).

Por eso, este fracaso era para Bobbio una tragedia, pues a diferencia de otros nunca redujo el marxismo a “opio de los intelectuales” (Aron) o a un proyecto de “exterminio de una clase social” (Nolte), sino siempre supo reconocer en él problemas, ideales y valores de justicia social y de libertad que hoy, en virtud de la ostentosa hegemonía global de poderes e ideologías reaccionarias y derechistas, parecen haber sido olvidados incluso por las fuerzas y organizaciones que se pretenden, de manera más o menos retórica y confusa, “de izquierda”. El abandono del marxismo, que para Bobbio habría tenido que llevar a la construcción de una izquierda reformista, realmente democrática y realmente comprometida con el desarrollo y la garantía efectiva de los derechos sociales, más bien tendría como consecuencia la ruptura de buena parte de esos destacamentos “de izquierda” con el mundo de la cultura, con el mundo, esto es, de las elaboraciones teóricas, de los debates rigurosos, del compromiso serio con principios y valores igualitarios e ilustrados. La mayor parte de esas fuerzas, en Italia y en América Latina, pasó así del doctrinarismo más dogmático al pragmatismo más ciego cuando no cínico. La dimensión electoral de la democracia, antes aceptada apenas a regañadientes, se convirtió para ellas en la única dimensión relevante, reducida además a una más bien frívola y estridente competencia por alcanzar, con cualquier medio, popularidad en el espectáculo en el que los medios han convertido a la política en nuestros días. Como apuntaba con su realismo peculiar el propio Bobbio, una sociedad dominada por esos medios es “naturaliter de derecha”.

En este sentido, la pretendida victoria de Bobbio sobre los marxistas no dejaría de tener secuelas amargas para el propio profesor italiano. Por un lado, en el mundo de la cultura aparecieron modas filosóficas y teóricas totalmente desconectadas de la realidad política, que, so pretexto de limitarse a proponer modelos puramente normativos sobre la justicia, sobre el fundamento racional del consenso, sobre el republicanismo o el multiculturalismo, se despreocupaban casi totalmente de los problemas de la vialidad, efectividad y consecuencias de dichos modelos. Sin duda existen excepciones, pero es difícil sustraerse a la impresión de que en los debates académicos actuales impera un profundo desprecio por la triste realidad, en beneficio de una especie de escolasticismo en el que, paradójicamente, lo único relevante es “estar al día”, es decir, citar a los autores de moda. Poco importa la relevancia política o la relación con la realidad empírica, pues la política, en los hechos aparece como cuestión exclusiva de los políticos. Y, por otro lado, en el mundo de la política, los argumentos, las ideas, las propuestas fundadas en efecto parecen haber perdido toda relevancia en la medida en que lo único que importa es la retórica hueca, las ocurrencias estridentes y la popularidad mediática de los candidatos a lo que sea.

En este contexto quizá no sobre intentar reconstruir los aspectos esenciales de una de las características más notables de la extensa, diversa y dispersa obra de Bobbio: la que tiene que ver con su realismo político, que tantas veces ha sido denunciado como expresivo de una postura conservadora[1] y escéptica más propia de autores claramente de derecha que de un intelectual que siempre pretendió colocarse a la izquierda.

ENTENDER ANTES QUE DISCUTIR, DISCUTIR ANTES QUE CONDENAR

A lo largo de la historia del pensamiento político occidental puede observarse un conflicto interminable entre las doctrinas idealizadoras y doctrinas realistas del poder y de la política. Pertenecen a las primeras no sólo las que proponen modelos explícitamente utópicos como criterios para criticar la realidad existente, sino también aquellas que idealizan como modelo normativo ciertas realidades políticas, como por ejemplo la Atenas democrática, la Esparta o la Roma republicanas. Pero también pueden denominarse idealizadoras las teorías que, consciente o inconscientemente, definen eulógicamente la política incluyendo en su definición determinados valores o fines que excluyen como no políticas determinadas formas de lucha o ejercicio del poder. Platón y Moro son un ejemplo de constructores de utopías; Cicerón y Rousseau ilustran la idealización de ciertas realidades políticas vistas como edad de oro; y Aristóteles, Locke y en cierto sentido Crick y Arendt pueden verse como promotores de definiciones eulógicas de la política y del poder político. Frente a esta tendencia idealizadora surge el realismo político, que también conoce diversas modalidades y motivaciones, pero que se caracteriza, en primer lugar, porque se propone comprender, como decía Maquiavelo, la verdad efectiva del poder y de la política, asumiendo, en segundo lugar, su naturaleza esencialmente conflictiva e incluso demoniaca. A esta tendencia pertenecen historiadores antiguos como Tucídedes, sofistas como Protágoras o Gorgias, filósofos teologizantes como San Agustín, filósofos modernos como Hobbes, Spinoza y Hegel, pensadores conservadores como Burke, De Maistre y Donoso Cortés, pero también antifilósofos como Marx, Weber, Pareto y Mosca y juristas tan contrapuestos como Kelsen y Schmitt (véase la definición que el propio Bobbio [1999a] propone en su ensayo “Marx, lo Stato e i classici”).

Ya este elenco de autores pone en evidencia que el realismo político es compartido por autores de todo tipo, progresistas o reaccionarios, autoritarios o democráticos, pues lo que lo distingue no son los valores o ideales políticos que promueve sino el modo de aproximarse a la realidad política (se trata de entenderla antes que de evaluarla) así como ciertos supuestos básicos acerca de su naturaleza conflictiva y acerca de sus medios peculiares, la fuerza y la coacción. La recurrente idea de que el realismo político es necesariamente conservador y autoritario se ve claramente desmentida si consideramos realistas a Kelsen, a Marx, a Spinoza o al propio Maquiavelo. Seguramente existen algunas afinidades entre cierto tipo de (hiper)realismo político con posturas conservadoras y autoritarias. Un hiperrealismo que niega ya sea la relevancia de principios, valores e ideales, reduciéndolos a meras manipulaciones, al estilo de Pareto o de Mosca; o que, al estilo de Burke, abusa de las retóricas de la reacción (como las denomina Hirschman [1991]) para denunciar cualquier proyecto progresista, o que acentúa exageradamente la malignidad de la naturaleza humana para exigir poderes autocráticos y hasta violentos. Y sin duda, el pesimismo consustancial del pensamiento conservador no pocas veces le ha permitido detectar realidades efectivas e incómodas de la política y el poder. Pero no habría que olvidar, por otro lado, que por su parte pensadores y filósofos idealizantes también han asumido posturas autoritarias y conservadoras.

Ahora bien, por razones que no viene a cuento examinar aquí, la reivindicación de la razón práctica en la segunda mitad del siglo XX que ha posibilitado el renacimiento de la filosofía política ha tenido fuertes acentos antipositivistas y antihistoricistas. Lo que ha conducido a reducirla a un normativismo extremo y abstracto en rotunda oposición a las llamadas ciencias sociales. Sea bajo modalidades neocontractualistas, sea bajo formas neoaristotélicas o dialógicas, la mayor parte de los debates contemporáneos de filosofía política parecen colocarse dentro del campo de las teorías evaluativas o normativas y por ende idealizadoras, dejando el problema de la realidad efectiva de la política a historiadores, sociólogos o politólogos. Y en este contexto la extensa obra de Bobbio aparece como una excepción e incluso como una anomalía, pues como señala él mismo la mayoría de sus textos se proponen entender y no evaluar la endemoniada y frustrante realidad de la política, mediante lo que en ocasiones denomina teoría general de la política o, menos ambiciosamente, mediante la elaboración y reelaboración de un diccionario político que se sustenta esencialmente en la lección de los clásicos pero también, aunque secundariamente, en las lecciones de la historia.

La preferencia bobbiana por la función cognoscitiva de la teoría o filosofía política es el resultado de una evolución intelectual que lo conduce a asumir, por una parte, una distinción fuerte entre juicios de hecho, que pueden ser verdaderos o falsos y que por ende pueden verificarse o falsificarse, y juicios de valor que, en cambio, siendo expresión de necesidades y experiencias, sólo pueden aceptarse o rechazarse. Tomar posesión cognoscitivamente del mundo es el papel fundamental del investigador que quiere entender la realidad; tomar posición frente al mundo, en cambio, es la función del ideólogo, del político o del ciudadano, que justamente se interesa no en comprobar o demostrar algo, sino en persuadir a los demás de la validez o justicia de determinados valores y posturas frente al mundo. Pues, por otra parte, siendo los valores y los ideales resultado, como se decía antes, de determinadas necesidades y experiencias, son también, inevitablemente, plurales, diversos y hasta conflictivos entre sí. De ahí que la pretensión idealista de demostrar racionalmente la validez o, peor aún, la verdad de determinados principios normativos sea no sólo imposible sino, además, falaz y en el fondo autoritaria, pues pretende suprimir justamente ese inexorable pluralismo conflictivo de los valores. Ciertamente la mayor parte de la historia de la filosofía ha estado dominada por la pretensión contraria, esto es, por la suposición de que era posible alcanzar un fundamento absoluto, demostrable racionalmente, para determinados valores. Pero esa misma historia muestra claramente la imposibilidad de alcanzar ese objetivo: ni la naturaleza, ni la voluntad de Dios, ni la historia han podido convertirse en ese fundamento inconmovible e indiscutible de la verdad o validez universal de determinados valores.

Esto no significa que no se pueda discutir acerca de los valores o que no se puedan justificar mediante argumentos más o menos razonables. Pero la justificación mediante razones de los mismos en todo caso tiene que partir de ciertos valores últimos, de ciertos principios considerados como supremos o fundamentales, que, como tales no pueden ser ellos mismos justificados. Lo que en todo caso cabe hacer para una filosofía consciente de sus límites, para una filosofía que no quiere ser la exposición de una concepción del mundo, sino metodología analítica y empírica, respetuosa del pluralismo y de la irreductibilidad de las creencias últimas, es describir el o los significados de los valores, esclareciendo así lo que está en juego en su aceptación o en su rechazo. Es esa descripción la que puede ser verdadera o falsa, y la que permite ponerse de acuerdo, incluso entre quienes, de cualquier manera seguirán en desacuerdo respecto de la validez o jerarquía de esos valores. Justamente por eso es que existe la política, el conflicto y la democracia que, en última instancia se fundan en el politeísmo de los valores, en la diversidad y pluralidad de las opciones axiológicas, en la distancia que separa y separará siempre los ideales de sus realizaciones. Por lo demás, aun asumiendo sin conceder que se pudiera demostrar racionalmente la validez de algún valor, restaría la pregunta sobre la posible relevancia política de dicha demostración: para los que viven en situaciones de miseria, por ejemplo, ¿les parecería significativa la prioridad lexicográfica de las libertades sobre la igualdad? (Bobbio, 1997b).

Hasta aquí, Bobbio muestra haber asimilado las lecciones metodológicas de Weber sobre los límites del conocimiento verificable. Pero, en realidad, asume estas lecciones en una perspectiva muy diferente. Lejos de que este pluralismo irreductible le conduzca a ver en los valores e ideales el resultado de fuerzas puramente irracionales, que necesariamente desembocan en una guerra de los dioses que hace necesario apelar al carisma y a la inspiración religiosa, para Bobbio se trata justamente de verlos como consecuencia de experiencias y necesidades humanas que es necesario reconocer y entender, para poderlas discutir y, en cierto sentido civilizar con la mayor tolerancia posible. El propio esclarecimiento conceptual y analítico del contenido de los valores políticos, al que el profesor italiano ha dedicado tantos ensayos, puede servir para relativizar el relativismo y el pluralismo conflictivo de los valores, para buscar si no armonizarlos de una vez y para siempre, sí para conjugarlos y combinarlos y sobre todo para desacralizarlos de manera que el debate sobre los mismos sea posible y fructífero para todos. Este es precisamente el papel democrático y liberal de una teoría o filosofía política que no busca usurpar la capacidad y la libertad de los ciudadanos para comprometerse con determinados ideales, sino, con todo el escepticismo del mundo, esclarecerlas.

En este sentido se entiende, también, que para Bobbio la tarea más urgente no sea la justificar racionalmente determinados valores, la de fundamentarlos, sino la de hacerlos eficaces. De hecho, las declaraciones universales de los derechos humanos aprobadas por la ONU después de la Segunda Guerra Mundial son, para él, un signo de un posible progreso moral, de un aprendizaje trágico y difícil que ha permitido una especie de consenso mundial en relación a los valores implicados en el reconocimiento de esos derechos. Por eso, más que descubrir su fundamento racional, lo que hace falta es determinar las vías para garantizarlos, para hacerlos efectivos, lo que requiere un conocimiento serio, científico, de los medios adecuados para lograrlo. Y ese conocimiento no puede ya surgir sino de las ciencias empíricas de la sociedad y de la política, de ciencias capaces de especificar con realismo cabal los medios eficaces jurídicos, institucionales y económicos que permitan pasar de la mera declaración o reconocimiento formal de los derechos, a su realización al menos parcial. Lo que, por supuesto, no quiere decir que la tarea propiamente filosófica de precisar el sentido y los presupuestos de esos derechos deje de ser relevante, a fin de evitar la utilización abusiva del moderno lenguaje de los derechos fundamentales como retórica para defender ideales y valores totalmente incompatibles con ese sentido y esos presupuestos (un ejemplo es el de la prioridad de los supuestos derechos “colectivos” o de las comunidades sobre los derechos individuales).

HACIA UNA DEFINICIÓN REALISTA DE LA POLÍTICA Y EL PODER POLÍTICO

Frente a las definiciones teleológicas y eulógicas de la política, Bobbio insiste en que la política es conflicto, es lucha, es contienda interminable por conquistar, mantener, ejercer, organizar, resistir y derrocar el poder político. Un poder que tampoco se define por quién sabe qué fines nobles (el bien común, la justicia, la salud pública, etcétera) sino por un medio peculiar, la coacción, el uso exclusivo de la fuerza. Un poder que ciertamente tiene un fin mínimo, constitutivo, la configuración de un orden (relativamente) pacífico, que para lograrse ha de obtener la obediencia habitual y mayoritaria de los miembros de ese orden. Y que para lograr esa obediencia habitual y mayoritaria no sólo debe monopolizar el uso de la fuerza, sino también ha de legitimar ese monopolio, para hacer continua esa obediencia, para convertir esa obediencia en deber y no sólo acción prudencial. En este sentido, el poder político es poder sobre, es dominación, e implica sometimiento, limitación y regulación de la (o las) libertad( es) de todos los que viven en el ámbito territorial de un Estado determinado. Pese a lo que diga la retórica republicana, el poder político quizá nos libera de la violencia privada, del desorden horizontal, pero no nos hace libres en sentido propio, pues sólo limitando y regulando nuestra libertad salvaje, nuestro hobbesiano derecho a todo, podemos convivir pacíficamente. Y por eso el poder político, pese a lo que diga la retórica anarquista, es un mal necesario para evitar los males mayores que derivarían necesariamente de su inexistencia, pues no existe orden social pacífico sin ese monopolio de la fuerza legítima que puede criminalizar y sancionar el uso privado de la fuerza, esto es, la violencia (Cfr. Bobbio, 1999a, cap. III; Bobbio, 1999b).

Hasta aquí las definiciones que elabora Bobbio de la política y del poder político siguen fielmente las enseñanzas de Maquiavelo, de Hobbes y de Weber. Pero no se limita a repetir simplemente la lección de esos clásicos sino que, aprovechando la enseñanza realista de los teórico liberales y sobre todo sus estudios jurídicos asume que, justamente porque la política es esencialmente lucha por el poder político y el poder político es el poder que se apoya en la fuerza, es necesario plantear, desde la perspectiva de los gobernados, el problema de cómo civilizar, racionalizar y regular la lucha por el poder, así como el problema de cómo limitar y regular el ejercicio de ese poder. Lo primero para evitar que la lucha política degenere en guerra civil; lo segundo para impedir el abuso y la arbitrariedad de los que ejercen el poder. En los dos casos, la respuesta realista tiene que ver con el hecho de que el poder político requiere legitimarse mediante el derecho, esto es, mediante ordenamientos jurídicos capaces de organizar y racionalizar el uso de la fuerza, y de que la política, salvo en sus formas más degeneradas no puede ser entendida como mera lucha por el poder por el poder mismo. Por supuesto Bobbio sabe perfectamente que el problema de la legitimidad o legitimación del poder no se reduce jamás al problema de su legalidad o sujeción al derecho, lo mismo que sabe que tiranías, dictaduras e incluso regímenes totalitarios pueden perfectamente manipular el derecho como mera fachada de su arbitrariedad y de sus abusos. Sólo la división y separación de los poderes, sólo la representación política, sólo las técnicas institucionales y constitucionales que han dado vida al moderno Estado constitucional de derecho, vuelven posible que la artificial reason del derecho positivo sea no sólo expresión del poder político sino también regulación y limitación del poder político.

Poder y derecho constituyen así las dos caras de la misma moneda: el poder se legitima y se expresa a través del derecho, de la legalidad de la que es fuente fundamental, aunque no necesariamente exclusiva. El derecho a su vez, como conjunto más o menos coherente de normas vinculantes disciplina y regula el ejercicio pero también las formas legítimas de acceso al poder. Tal es al menos el principio de un verdadero Estado de derecho y de una democracia auténtica, aunque en los hechos siempre exista una cierta distancia, mayor o menor, entre ese principio y sus realizaciones históricas concretas. Por eso, dice tajantemente Bobbio, la separación, y peor aún, la oposición entre legalidad y legitimidad nos habla de una situación de crisis, pues significa la sustitución del gobierno de las leyes por el gobierno de los hombres, sea cual fuere la legitimación, carismática o tradicional religiosa de este último. Después de todo, concluye Bobbio, tan riesgoso es un poder sin derecho, es decir, un poder tiránico o despótico, como un derecho sin poder, esto es, un ordenamiento jurídico ineficaz que sólo sirve de pantalla a los poderes de facto (Cfr. Bobbio, 1999a, cap. IV).

LA SINGULARIDAD DEL REALISMO POLÍTICO DE BOBBIO

Aunque como hemos visto el realismo de Bobbio se alimenta tanto metodológica como sustancialmente del realismo político de autores como Maquiavelo, Hobbes, Marx y Weber, lo cierto es que también se distingue claramente de las conclusiones que todos estos autores derivan de ese realismo. En el caso de Maquiavelo, autor que por lo demás nunca aborda detenidamente, Bobbio le reconoce haber mostrado que la política es siempre, inevitablemente lucha por el poder, pero a diferencia del florentino, no considera que esa lucha deba desarrollarse como continuación de la guerra utilizando la fuerza y el fraude como los únicos medios eficaces. De hecho, la democracia es precisamente un procedimiento que debe servir para civilizar e institucionalizar esa lucha convirtiéndola en competencia pacífica por conquistar el apoyo y el consenso de los gobernados. Por eso, también, la democracia así entendida es la forma de gobierno que hace posible el mayor acercamiento o, si se quiere, la menor incompatibilidad entre los imperativos políticos y los imperativo morales; que hace posible, en otras palabras, la política entendida también como deliberación, negociación y compromisos entre adversarios recíprocamente legítimos, y no sólo como conflicto mortal entre enemigos (Cfr. el ensayo “Ragione di Stato e democrazia”, en Bobbio, 2006b).

En relación a Hobbes, seguramente el clásico más influyente en el pensamiento político de Bobbio (como reconocen tanto Bovero [2005] como Portinaro [2005]; véase también Portinaro [2008]). Este último reconoce su deuda no sólo metodológica sino sustancial, reivindicando la relevancia teórica del modelo iusnaturalista hobbesiano, así como la pertinencia de los supuestos antropológicos pesimistas del filósofo inglés, pero se distancia radicalmente de sus conclusiones absolutistas, transformando ese modelo contractualista en un modelo para pensar los tres pactos constitutivos de un orden político democrático: el pacto en el que todos renuncian a la fuerza para dirimir sus conflictos y sus diferencias; el pacto en el que se establecen las reglas para encauzar esos conflictos; y el pacto que crea el poder super partes que garantiza el respeto de dichas reglas (véase el cap. “Democrazia e sistema internazionale”, en Bobbio [1995b]).

En lo que a Marx respecta Bobbio le reconoce haber roto con la filosofía y la ideología que presentan al Estado como un ente de razón y no como lo que real e históricamente es y ha sido; un aparato de fuerza y de coacción. Le reconoce igualmente haber mostrado la creciente importancia de los poderes económicos capitalistas y sus terribles consecuencias sociales cuando dichos poderes actúan impunemente. Pero le reprocha en cambio haber desconocido la importancia del derecho y de los derechos civiles y políticos, como precondición para que pueda existir una democracia digna de ese nombre y por ende para un verdadero progreso de la justicia social con libertad. Marx nos enseñó a colocarnos en el punto de vista de los oprimidos, explotados y marginados, de los condenados de la tierra, pero su más que optimista filosofía de la historia es en buena medida responsable de las consecuencias trágicas y hasta sanguinarias de esa utopía trastocada que fueron los socialismo reales.

Finalmente, Weber es también uno de los grandes maestros de Bobbio, del que asumió buena parte de sus lecciones metodológicas y de su realismo en torno al Estado y la política modernos. Pero Bobbio está lejos de compartir el pesimismo heroico weberiano que, en su horror por la jaula de hierro burocrática y de la eliminación de los espacios de libertad aristocrática, condujo al gran sociólogo alemán a apostar tanto por la política nacionalista de potencia, como a ver en los líderes carismáticos, esto es, en el gobierno de los hombres por encima del gobierno de las leyes, el único remedio para al menos frenar el proceso de burocratización del mundo moderno. Con las consecuencias que todos conocemos.

En todos estos casos, el realismo político surge como respuesta radical a lo que los diversos autores ven como una amenaza sea para su patria (Maquiavelo), sea para la paz (Hobbes), sea para las clases trabajadoras (Marx), sea, en fin, para la libertad y la civilización moderna (Weber). Consciente de la gravedad y de la profundidad de los problemas como buenos realistas, consideran indispensable recurrir a medidas extremas, radicales, violentas o beligerantes para enfrentarlos y resolverlos. En cambio, el realismo político de Bobbio saca una conclusión totalmente diferente: dada la complejidad y seriedad de los problemas lo que cabe promover no son soluciones de fuerza o soluciones puramente políticas, como si de la política cupiera esperar realmente “grandes cosas”, transformaciones totales, el surgimiento del hombre nuevo o la aparición de hombres providenciales. Más bien los hombres de cultura, los intelectuales, deben comprometerse con el papel de sembradores de dudas, de facilitadores del diálogo, de intransigentes defensores de esa pequeña luz que es la razón y que, de acuerdo a la mayor parte de la experiencia histórica, nos muestra que son las políticas moderadas, reformistas, orientadas a la negociación y el compromiso, las que permiten, si no resolver, al menos sí mitigar las dificultades y sufrimientos de las sociedades. No por nada el realismo político bobbiano culmina, justamente, en el elogio de la moderación (mitezza),[2] “la más impolítica (sic) de las virtudes”. ■

REFERENCIAS

Anderson, P. (1989), “Socialismo liberale. Il dialogo con Norberto Bobbio oggi”, suplemento del periódico l’Unità, 9 de noviembre.

Bobbio, N. (1995a), L’utopia capovolta, Turín, La Stampa.

Bobbio, N. (1995b), “Democrazia e sistema interna - zionale”, en N. Bobbio, Il futuro della democrazia, Turín, Einaudi.

Bobbio, N. (1997a), Né con Marx né contra Marx, Roma, Riuniti.

Bobbio, N. (1997b), “Sul fondamento dei diritti del uomo”, en N. Bobbio, L’età dei diritti, Turín, Einaudi.

Bobbio, N. (1999a), “Marx, lo Stato e i classici”, en N. Bobbio, Teoria generale della politica, Turín, Einaudi.

Bobbio, N. (1999b), Stato, governo e società, Turín, Einaudi.

Bobbio, N. (2006a), Compromesso e alternanza nel sis - tema politico italiano, Roma, Donzelli.

Bobbio, N. (2006b), “Ragione di Stato e democrazia”, en N. Bobbio, Elogio della mitezza, Milán, Il Saggiatore.

Bovero, M. (2005), “La teoria generale della politica. Per la riconstruzione del ‘modello’ bobbiano?”, en A.A. V.V., Norberto Bobbio: tra diritto e politica, Roma- Bari, Laterza.

Hirshman, A. O. (1991), Retóricas de la intransigencia, México, FCE.

Hobsbawm, E. J. (1995), Age of Extremes – The Short Twentieth Century, Pantheon Books.

Portinaro, P.P. (2005), “Realismo politico e dottrina dello Stato”, en A.A. V.V., Norberto Bobbio: tra diritto e politica, Roma-Bari, Laterza.

Portinaro, P.P. (2008), Introduzione a Bobbio, Roma, Laterza.

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