Monday, May 10, 2010

El México social

Una de las reformas que consideramos prioritaria para incrementar el bienestar general incluye la política y la seguridad sociales. Hay abundante literatura que considera que la política social de México posterior a la Revolución ha fracasado (John Scott). Otros la califican de distorsionadora e inhibidora del empleo formal y, por ende, del crecimiento económico (Levy). Aquí queremos retomar ambas hipótesis, pero considerando el escenario de la crisis financiera actual por la que atraviesan México y el mundo.

Como se sabe, los ciclos económicos son una realidad. De vez en vez en la historia, éstos se pronuncian en una u otra dirección. Obviamente, los episodios más preocupantes son aquéllos en los que ocurre uno pronunciado y sostenido a la baja, lo cual normalmente está asociado a la ocurrencia de una recesión o depresión económica. La más notoria en la historia es la denominada como el crack del 29.

Con excepción de Estados Unidos, los países avanzados llevaron a cabo modificaciones importantes posteriores a la crisis de 1929 para proteger a la población ante la ocurrencia de ese tipo de sucesos. Así, el nacimiento del célebre Estado de bienestar europeo se produjo como reacción al mencionado escenario de crisis, entre muchos otros factores que se enuncian más adelante. En este sentido, las crisis ayudan a crear conciencia en la sociedad (y sobre todo en los políticos) para tomar acciones y modificar el statu quo.

Así, gran parte del Estado de bienestar descansa en el diseño de un sistema de seguridad social que, al menos en el papel, además de proteger a la población en circunstancias normales, sirve como una suerte de blindaje a favor de la sociedad en caso de que ocurran choques económicos adversos. Por ejemplo, en el caso estadounidense, cuando ocurre un despido laboral, el trabajador queda automáticamente sin un seguro de salud para enfrentar enfermedades potenciales (aunque sí hay un seguro de desempleo temporal). Por el contrario, en el caso de los países europeos, más allá de la rigidez que caracteriza a sus mercados laborales, el despido no deja a la persona desempleada sin seguro médico público.

Hay una corriente en la literatura económica que define a estas características como “redes de protección social”[1]. No obstante, no hay una definición exacta de éstas, aunque generalmente incluyen a la salud y el empleo a través de alguna forma de seguro de desempleo, pensiones y, en ocasiones, subsidios a sectores sensibles a estas crisis como el agrícola o las microempresas, entre otros.

Estas redes de seguridad social han sido sujetos de múltiples debates por muchos motivos. Sin embargo, el principal ha sido su financiamiento ya que implica una redistribución de los recursos monetarios de una persona a otra. El principal cuestionamiento reside en si el Estado debe realmente tener a la construcción de estas redes de seguridad social como parte de sus objetivos.

Por eso, en parte esta discusión se ha trasladado al terreno ideológico e, incluso, para muchos, es la principal diferencia entre Europa y Estados Unidos.

En este sentido, las economías que cuentan con un Estado de bienestar como el definido arriba no necesitan responder con acciones coyunturales de “protección social” en caso de un choque negativo (puesto que, en teoría, ya las tienen), y sólo requieren concentrar sus esfuerzos en tomar acciones de índole macroeconómica como, por ejemplo, el rescate del sector financiero o la reactivación del empleo por medio de la construcción de infraestructura. No se busca sostener que esto no es importante; lo que se intenta comunicar es que esto les permite a los gobiernos concentrarse en acciones para estabilizar la economía en el agregado, sin distraerse de manera importante en el diseño apresurado de mecanismos de protección social.

En México, se llevó a cabo hace poco un foro para encontrar medidas que permitieran enfrentar la crisis de 2009 de manera más efectiva. Aquí sostenemos que ésta puede ser una oportunidad para redefinir la política social, que hoy se encuentra desgastada (por no decir estancada) en una amalgama de numerosos programas que incluso se contraponen en sus objetivos (baste mencionar el programa de Microrregiones y el de la Comisión de Pueblos Indígenas). Con la crisis de 2008- 2009, lo anterior se ha vuelto evidente al no contar con un verdadero mecanismo de protección social y, en consecuencia, se ha respondido con políticas sociales de diseño muy apresurado.

Para apoyar la necesidad de esta redefinición, es necesario hacer una pequeña revisión del nacimiento del Estado de bienestar europeo. La política social como tal no es tan antigua. La primera gran intervención estatal en materia social se produjo tanto en los países europeos como en Estados Unidos alrededor de 1776. Hacia fines del siglo XVIII, todos los países de Europa Occidental y Estados Unidos contaban con algún programa de corte social. Por una parte, Inglaterra para entonces ya contaba con el primer programa de combate a la pobreza, conocido como “la ley de los pobres”. Por otra, Thomas Jefferson había implantado la educación pública en Estados Unidos. Cabe señalar que, en su momento, ambas medidas fueron muy debatidas.

En ese entonces, en el mundo había un reducido número de asalariados; la esperanza de vida era baja, por lo que se contaba con una población joven (o con un bajo número de adultos de la tercera edad) y con un alto grado de analfabetismo, entre otras características. Sin embargo, con la Revolución industrial en pleno auge, se hizo evidente la necesidad de mejorar la calidad del capital humano, en términos de salud, nutrición y educación. Con ello, la esperanza de vida de la población aumentó, lo que, aunado al surgimiento de la democracia, ejerció una presión para la instauración de programas sociales durante el siglo XIX.

Para inicios del siglo XX, se contaba ya con una esperanza de vida considerablemente mayor; la democracia se había extendido (e incipientemente también el socialismo) y los niveles altos de pobreza persistían. Con la erupción de la crisis de 1929, la población quedó muy desprotegida, por lo que a través de los mecanismos propios de la democracia se ejerció una cierta presión para que se ampliara la protección social. Así, la década de los treinta se caracterizó por la “explosión” del gasto público en materia social en la mayor parte de los países occidentales. Es decir, la crisis, junto con otros factores, como la expansión del socialismo, fueron determinantes en el nacimiento del Estado de bienestar.

Los programas más importantes incluyeron la universalidad en materia de pensiones no contributivas (de aquí que un nivel mayor de esperanza de vida entre la población haya sido fundamental para introducir esta medida), salud, educación y seguro de desempleo, además de incluir programas para combatir la pobreza y para facilitar la adquisición de vivienda. Debe destacarse que, como estos programas eran de corte universal, es decir, para toda la población, Estados Unidos no los consideró pertinentes debido a que el racismo era tal que la mayoría de la población se oponía a otorgarle esos beneficios a los afroamericanos y a otras minorías (incluidas las hispanas). Es, en buena medida, por esa razón que este tipo de programas existen en Europa Occidental y no así en los Estados Unidos.

Si bien es cierto que estos esquemas están desgastados en algunos países y que su reforma se ha postergado, también lo es que países como Suecia han logrado mantenerlos vigentes llevando a cabo reformas para permitir su viabilidad financiera y mejorar su calidad mediante la introducción de incentivos apropiados. Por otra parte, el mundo ha sufrido otros episodios de crisis después de la Segunda Guerra Mundial, particularmente a principios de los setenta y también al inicio de la década de los ochenta y los sistemas de protección social han logrado su objetivo de mantener el nivel de vida de la población. De aquí, entre otros factores, se deriva la importancia de considerar la introducción de un sistema de este tipo para México.

Ahora bien, ¿es posible echar a andar este esquema en México? Históricamente, México ha tenido una política social compleja, compuesta por una amalgama de programas sociales que se manejan desde distintas instancias gubernamentales, muchas de las veces sin coordinación alguna. La protección social ha respondido a circunstancias más bien políticas, con un alto grado de populismo y elementos clientelares.

El gasto público en materia social ha ganado y perdido terreno, dependiendo de los objetivos políticos. Acorde con las tendencias internacionales, el sexenio del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) se caracterizó por marcar el principio, no sólo de la institucionalización de la Revolución mexicana, sino también del uso del gasto público con fines sociales, rubro que hasta entonces había presentado niveles muy bajos. De hecho, durante ese gobierno se estableció una cifra récord en cuanto a la contribución del gasto social en el total, cifra que cayó con gobiernos posteriores y que se recuperó sólo hasta la década de los sesenta cuando, en el marco de un escenario interno tenso y uno externo dominado por la Revolución cubana, el presidente Adolfo López Mateos se vio forzado a hacer que el rubro social volviera a ganar terreno. Con un crecimiento económico por arriba del 6 por ciento y con aumentos importantes en el gasto social, la pobreza en México empezó a perder terreno y el gasto social se mantuvo con una participación estable hasta el sexenio del presidente Díaz Ordaz (1964-1970).

Durante el sexenio del presidente Echeverría (1970- 1976), el gasto social registró un fuerte incremento sin que hubiera una fuente explícita de financiamiento, lo que llevó a su gobierno a incurrir en un gran déficit presupuestario, asunto que se matizó al inicio del gobierno de su sucesor, el presidente López Portillo (1976- 1982), ya que había mayores ingresos provenientes de la renta petrolera. Esta situación, sin embargo, se profundizó más tarde a raíz de la caída del precio del hidrocarburo en 1982. Como consecuencia de la crisis que empezara en ese año, el gasto público tuvo que reducirse de manera abrupta, por lo que ambos tipos de gasto, el social y el de inversión, se contrajeron de manera considerable. El ajuste estructural de esta década parecía superable a inicios de la siguiente, pero una nueva crisis financiera en 1994-1995 volvió a tener efectos adversos sobre ambos rubros.

A partir de la crisis del peso, la política social se transformó de manera importante: se diseñó y se puso en marcha el primer programa focalizado y con el objetivo específico de elevar la calidad del capital humano (es el programa llamado Progresa, ahora conocido como Oportunidades). Sin embargo, esto no significó cambios importantes en la cobertura en áreas como salud, vivienda o educación (que ya era universal). Por su parte, las pensiones se modificaron para adoptar un esquema contributivo con financiamiento individual. Esto, desafortunadamente, significó la perpetuación de la falta de cobertura para aproximadamente 60 por ciento de la población.

Como se ve, la política social ha respondido a circunstancias particulares y de coyuntura más que a un diseño previo e integral y se ha modificado en épocas de crisis de manera apresurada, lo que ha ocasionado que no haya consistencia entre sus partes. Su diseño se lleva a cabo de manera independiente entre sus distintos componentes y corre a cargo de las cabezas de los distintos sectores, lo que lleva a una competencia política que fragmenta aún más la política social en el ámbito federal (un claro ejemplo de esto es el programa de salud conocido como Seguro Popular).

Con una mayor descentralización, los estados han respondido políticamente para subsanar los vacíos y defectos de la política social federal. Por ejemplo, con la reforma de pensiones de 1992-1997 no se solucionó el problema de los no asalariados, si bien se aminoraron los problemas que presentaba el antiguo sistema, aunque la crisis evidencia lo que muchos temían: la posibilidad de quiebra de las administradoras de fondos del retiro (también conocidas como afores), con el peligro de dejar desprotegida a la población beneficiaria. Ante esto, algunos estados han ofrecido pensiones no contributivas para sus habitantes. Por su parte, el gobierno federal ha respondido introduciendo nuevos componentes al programa Progresa-Oportunidades, los cuales van desde una pensión hasta subsidios eléctricos e introduciendo un seguro médico parcial (Seguro Popular), acciones que han ocasionado que la política social se vea rebasada y desgastada al introducir importantes distorsiones en el mercado laboral (Levy).

En suma, la política social mexicana está fragmentada y desarticulada y los formuladores de políticas públicas no han tenido la visión global y de largo plazo como para integrarla y hacerla más consistente. La esperanza, sin embargo, es que las crisis sensibilizan a la población para demandar mejores políticas y a los políticos para que tomen acciones en beneficio de la población, que quizá no sean tan rentables desde una perspectiva de corto plazo.

Luego entonces, ¿la universalidad es viable? Antes de proponer la universalidad de la política social a la europea, es necesario estudiar los prerrequisitos para su puesta en marcha. Destacan varios aspectos. Si bien las fuentes de financiamiento son un elemento clave, no es lo único que debe tomarse en consideración.

En primer lugar, es necesario hacer un inventario de todos los programas sociales que existen en el país y estudiar sus interrelaciones y contraposiciones. Es importante determinar qué programas pueden rescatarse sin duplicidades y cuáles se pueden armonizar. Segundo, es necesario trabajar en la oferta de los servicios; la mera introducción de la universalidad sin compromisos claros de mejora de la oferta sería populismo puro (la saturación de hospitales a raíz del seguro popular así lo sugiere). Ésta es una tarea que tomará seguramente una generación, pero debe haber un plan para superar esta limitante. El propio sector de la educación puede ser un ejemplo de un servicio que, en principio, es universal, pero que requiere ser reformado y modernizado. Tercero, habría que lanzar un programa de transición en la seguridad social de los asalariados hacia la universalidad. Esto último incluye la posible fusión de todas las instituciones de salud. Eso implicará un reto importante incluso para el ámbito sindical, ya que se podría tender a formar un sindicato poderoso que se oponga a las mejoras en la oferta y la calidad del servicio (similar a lo que sucede en el sector de la educación). Asimismo, en caso de querer contar con un sistema universal de pensiones, se tiene que diseñar un sistema que: 1) presente una transición del sistema actual de pensiones; 2) que defina los niveles de manera adecuada para no distorsionar el mercado laboral, y 3) que aglutine lo existente.

Dado el tamaño del sector informal, será difícil diseñar de manera apropiada un seguro de desempleo, aunque no imposible. En caso de tratar de incluir una medida de este tipo, sería importante establecer con claridad la definición de formalidad, ya que podrían existir una serie de incentivos perversos para que algunos trabajadores se declaren como desempleados y así cobrar los beneficios de un seguro de este tipo (la mera presentación de recibos de nómina no es suficiente, debido a la tradicional falsificación de estos documentos “a la Santo Domingo”). Este es, posiblemente, el mayor reto en el diseño de un esquema de seguridad social universal en México.

En suma, la política social de México necesita de una reformulación profunda, pero con un sentido de justicia social redistributiva. Ello implicará necesariamente discutir las formas de financiamiento. Para ello es necesario quitarnos de la mente los prejuicios y poner en la mesa de herramientas presupuestarias todos y cada uno de los impuestos de que puede hacer uso el gobierno federal. De esta manera, tendríamos finalmente una reforma fiscal integral. Este ha sido precisamente el error de los gobiernos panistas: no animarse a reformular la política social para tener cara con qué pedir mayores impuestos. En otras palabras, la han querido de “a gratis” y así no se puede.

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